Desvaída, oxidada, muerta.
Como las noticias de la comida, como el informativo de la cena. Como la actualidad.
Ya no quedan revoluciones, sólo queda el dinero. Se murieron las ideas; las enterraron bajo Tiananmén, bajo el Capitolio y bajo los leones del Congreso.
La vieja Olivetti, escondida en un rincón, rememorando noches de café y cigarrillos, devanando en negra tinta los sesos del que ahora, hacendado y orondo, olvida al reportero y abraza al empresario.
¿Dónde están los periodistas? Viven con la cámara al hombro, el portátil siempre conectado, la noticia medio escrita en la punta del bolígrafo. Ya no quedan. Se han transformado en peones de las agencias, de los gabinetes.
Los escándalos son de papel, ya no queda sangre que sacar. Cualquier cosa se llama contenido, cualquier cosa es noticia.
Y la vieja Olivetti ríe, ríe con sus dientes de metal y su sonrisa de tipo móvil, renegrida de viejos casos de crónica negra, pensando si ahora el oficio no será el de escriba.
Así escribía en 2009. Para serles sincero, no me siento, como periodista, mucho mejor que entonces. Tampoco, como consumidor, me siento más informado. Antes al contrario, la libertad de prensa y su calidad han caído en una vorágine de manipulación, esfuerzo mínimo y complacencia en una profesión que se demuestra tan necesaria como ausente.
Vivimos una nueva era de lo políticamente correcto, del puritanismo hipócrita de la farándula mediática de la matanza en directo, remedo de los autos de fe; de la verificación de hechos porque no sabemos, como sociedad, distinguir cuando nos mienten de forma patrocinada, mentiras que repetiremos como papagayos amaestrados sin pararnos a pensar si lo que esputamos tiene siquiera algún sentido. Hemos traducido a los telediarios las inefables cadenas de correo en las que había que reenviar mensajitos agoreros si no se deseaban años de mala suerte.
El origen de por qué nos meten bulos doblados sin vaselina y de los mensajitos de mala suerte en formato digital es el mismo: en realidad somos bastante estúpidos.
Estúpidos por incapaces de salirnos de la burbuja de medios que consumimos para siquiera ver qué está diciendo —y así lo llamamos— «el enemigo».
Estúpidos por entrar en el juego de la crispación, la falacia y el discurso intoxicado para llenar las redes de más chorradas sin más fundamento porque «lo ha dicho un fulano en la televisión».
Estúpidos por creer a pies juntillas, como nuevo dogma, que la solución a todos los problemas es etiquetar algo, ponerle una diana y lanzarle piedras al grito de moda. Y cuanta más turba enaltecida haya, más razón tendremos.
De toda esta estupidez tienen mucha culpa los que, como este que escribe, juntan letras por dinero. A estos no puedo referirme como estúpidos, pues hacen gala de un conocimiento exquisito de los resortes que nos mueven para conseguir sus objetivos, que poco tienen que ver con lo ideológico y mucho con el lucro. El vil metal, el parné, la pasta, colega.
Nos atracan. Nos roban lo más preciado que podemos tener en una sociedad: nuestra libertad de pensamiento.
Y mientras, la Olivetti, aparcada en un rincón, comida del polvo por la falta de uso de la crítica, se descojona de nosotros.