Hace un par de meses escribía servidor El precipicio, a modo de somero análisis sobre la situación de la política en la izquierda. Como ya amenacé entonces, habría segunda parte, algo más optimista, pues toca armar por dónde cruzar dicho precipicio. No obstante, y sirva de pliego de descargo, optimista no quiere decir menos dura.
La izquierda —toda— tiene un tremendo triple problema, un problema de marco, un problema de identidad y un problema de discurso, que no son más que tres manifestaciones de una misma causa, la falta de corpus ideológico. Abordemos primero las manifestaciones para deshojar la margarita.
El problema de marco radica en que la izquierda —toda— rema contracorriente presa de dogmas que, ya por edad o por situación, son inválidos. El primero, por ejemplo, es que es servidora de la gente trabajadora. Este marco, que trae consigo la lucha de clases, se invalida por cuanto los integrantes de esas clases no se autoperciben como tal. Lo demuestra un reciente CIS donde los encuestados rechazan ser de clase trabajadora y afirman ser clase media. ¿Están equivocadas dichas personas o son víctimas de un sistema mercantilista que entrena, instrumentaliza y clasifica según utilidad? ¿No es acaso esta auto-afirmación un escape nihilista de la propia desesperación social de saberse clavado en un estrato y jamás poder mejorar? Hace tiempo que se conoce la disfunción del ascensor social como elemento contra la desigualdad.
Por tanto, si la gente no se percibe a sí misma como trabajadora —aunque tenga una nómina, dos hipotecas y apenas llegue a fin de mes— ¿cómo se pretende extraer de ella una fuerza militante y electoral que permita cambiar su situación? Es más, con estos elementos, no resulta difícil entender porque dichas personas son fácilmente captadas por una ultraderecha que trabaja, precisamente, en contra de sus intereses. Al rechazar la propia posición también se rechazan las posibles consecuencias y dado el discurso simplista y xenófobo, los objetivos ni siquiera se encuentran entre los integrantes de clase, sino fuera. Los inmigrantes —fuente exógena de todo mal, pues «roban» empleos, reciben ayudas y colonizan nuestra sociedad—, Sánchez y los socialistas —a quienes se pinta como una élite despilfarradora y usurpadora: drogas, prostitutas, el Falcon como símbolo de exclusividad—, los comunistas —sin distinción de familia, todos los rojos son odiables y además, encarnan los bulos lanzados durante décadas sobre la República—, y otros tantos colectivos que, como «degenerados y pervertidos» son negaciones de una sociedad monolítica en la que, por tanto, la conflictividad social es menor, simplemente porque la demanda social también lo es.
Reduccionismo político, social y vital propuesto por estas fuerzas de derecha a sabiendas de que un gran sector de la sociedad apenas ha terminado la educación media —hasta el 40%, más de 19 millones— y hay sectores —un nada desdeñable 6%, casi 300 000 personas— que no han terminado los estudios primarios. Es decir, y salvo aprendizaje vital, la educación formal no provee a estas personas de herramientas para discernir bulos, datos falseados, manipulación y populismo. En un desliz que ni siquiera explicado terminó bien, Vargas Llosa ponía prosa a este problema —aunque arrimara el ascua a su sardina, el pensamiento no es incierto—: «Lo importante de unas elecciones no es que haya libertad en esas elecciones, sino votar bien y votar bien es algo muy importante porque los países que votan mal, como ha ocurrido con algunos países latinoamericanos, lo pagan caro».
Es importante escuchar lo que nuestros mayores nos dicen. Incluso cuando estos mayores lo dicen en una Convención Nacional del PP y se encuentran entre las voces más altisonantes del liberalismo. Es tan importante escuchar a nuestros mayores que a muchas se les pasó bucear en el discurso de Tamames —histórico dirigente del PCE elegido por Vox para su moción de censura circense—, precisamente, por lo esperpéntico del asunto.
Decía Tamames que aquella España en la que le tocaba vivir se parecía bien poco a la de su etapa lozana y reprochaba a toda la Cámara ser como era, o lo que es lo mismo, reprochaba a la sociedad ser como es. El marco que el veterano profesor planteaba es el mismo que compra la inmensa mayoría de esa sociedad reprochada: todo está mal y es, sobre todo, por culpa de la izquierda.
Mientras tanto, la izquierda se autocomplace con su papel de «ayudante». En estos últimos tiempos me he dado a la labor de preguntar a militantes y votantes de izquierda sobre la razón su izquierdismo. Cribadas las respuestas superficiales, circunstanciales y familiares, subyace un motivo común: ayudar al común, a la gente, y construir un mundo mejor.
La razón, por muy noble que sea, es exactamente la misma que, por ejemplo, la d ela democracia cristiana. Esta opción política conservadora tiene como sentido la «acción benéfica en provecho del pueblo» y su origen se incardina en la doctrina social de la Iglesia, que tiene en la caridad su vía maestra. En síntesis, la izquierda ha venido practicando históricamente un tipo de caridad, involucrándose en este marco de «como no se pueden cambiar las cosas, ayudemos a las víctimas». Un marco contemporizador que encierra al segundo problema.
El problema de identidad. Y es que la izquierda no se reconoce, ni ella ni entre ella al responder «para qué». Distintos enfoques sobre una misma cuestión tienden a utilizar similares recursos, lenguajes síncronos y figuras parejas para aportar, normalmente, soluciones homologables. Históricamente, la pelea de la izquierda en su unión ha tenido que ver con su propia búsqueda de identidad más que con los objetivos y alcances de las políticas a desplegar. Esta identidad perdida viene tanto de la disolución del mayor irradiador ideológico moderno —la URSS— como de su legado, la discusión sobre éste, la magnificación de los errores y el desconocimiento de los logros, incluso entre quienes beben de la tradición comunista.
La idealización, por otra parte, del mundo soviético pero el rechazo del moderno comunismo chino, multiplican las propias contradicciones surgidas a partir del eurocomunismo, que era, curiosamente, el rechazo del modelo soviético. La esencia del eurocomunismo es, ya de por sí, pesimista en la acción transformadora hacia una revolución socialista. Es de aquí de donde viene la mayor carga de la expresión reformista. Estos primeros embates de transformismo traen consigo, además de las debacles electorales comunistas, una intensa discusión acerca del modelo. Discusión que aún sigue.
La identidad, además, trae consigo el propósito. ¿Una izquierda revolucionaria, una izquierda reformista, una izquierda globalizadora, una izquierda multipropósito, y por tanto, atrapavotos?
Y según qué modelo ¿marxista-leninista, marxista-revolucionario, maoista, liberal, socialdemócrata, internacionalista, nacionalista? O quizá, estructuralista, donde la única función es, en sí misma, ser una estructura.
Demasiadas cuestiones combinatorias que, en la práctica, originan miríadas de organizaciones con similares objetivos —el común, la gente— pero muy diversos alcances y, ante todo, muy distintos discursos.
El problema de discurso, que es lo que, en el frente, escucha la gente.
Cuando se dice la clase obrera, ¿se refiere al obrero de fábrica, en el modelo de la Revolución Industrial? Más que nada, porque la industria, en este país apenas supone un 17%. Por otro lado, cuando se dice proletariado, ¿a quién se interpela? Según la definición marxista, el proletariado es «la parte de la clase obrera consciente de la explotación de que es objeto en el sistema capitalista, y que trabaja para poner fin a esta explotación mediante la revolución». Esta definición cobija otro término, que les sonará más: militancia.
Así pues, cuando la izquierda dice que trabaja para el proletariado, ¿se está refiriendo a su militancia? ¿En qué la distingue entonces de un lobby? Estas perlas discursivas, emitidas por simple inercia sin saber lo que ocultan, son comunes en soflamas. ¿A qué se considera una multinacional y cuándo es perniciosa? ¿Es por defecto malvado un empresario por el simple hecho de serlo? ¿Lo son entonces los más de 3 millones de autónomos que pagan cuota incluso aunque no cobren?
El discurso trae los anteriores problemas y sus contradicciones a la conversación, y es la conversación, el debate, el argumento, el que hace el resto.
La raíz de todo lo anterior, como comentaba al principio, no es más que la falta de un corpus ideológico, o en su defecto, la construcción fragmentada de uno. Por un lado tenemos las extensísimas literaturas y filosofías humanista, marxista —y todas sus escuelas— que se generan en siglos pretéritos con realidades sociales que para nada se parecen al momento actual. Esta base filosófica es adecuada para sentar unos cimientos, pero no pueden ser lo único existente en el edificio ideológico, no cuando hay que sumar feminismo, ecologismo, animalismo y un sinfin de -ismos que buscan integrar la idea de una sociedad mejor.
En todo ello, sigue subyaciendo las relaciones trabajo-dinero / trabajo-vida, justo en el momento en el que el trabajo manual puede estar abocado a la desaparición. La robotización del trabajo —singularidad tecnológica— trae consigo la ruptura inmediata de cualquier filosofía basada en estas relaciones, más aún cuando tiene que definirse qué clase de sociedad habrá después. ¿Una sociedad post-consumista basada en el disfrute pasivo y el rentismo de la propiedad robótica? ¿Una sociedad de desigualdades extremas debido a la diferencia de producción robótica en manos de unos pocos? En cualquier caso, los desafíos que están ya aquí claman la necesidad de la transformación de una izquierda que luche por los obreros, a una izquierda que luche por las personas.
Es más, la izquierda ¿debe seguir siendo izquierda, encerrada en los marcos provenientes de la Revolución Francesa? Por cierto, es curioso que se eligiese los valores de los jacobinos —pequeña burguesía— y no los de los sans-culottes —el pueblo llano—. En este caso, la tranversalidad no es sino una necesidad, no tanto política, sino social.
El corpus ideológico que venga tendrá que tener mucho de economía del Bien Común, humanismo y espiritualidad laica, republicanismo y sentir de los pueblos, justicia social e internacionalismo; también decrecentismo, pues nos hallamos abocados a un cuello de botella energético; en medio de todo ello, fórmulas como la renta básica que permitan, en una sociedad desconectada del trabajo directo, no la pervivencia personal, sino el desarrollo de proyectos de vida, dada la bajada de natalidad.
Nuevas ideas para un nuevo mundo. Ese es el puente.