Lo ocurrido esta noche es una anomalía más de esta democracia nuestra que, a base de normalizar los palos, ha normalizado hasta su propia anomalía. Esta Constitución que nos impusimos los españoles nació lastrada por decisiones que, en ese momento, resultaban imprescindibles: no podía construirse un país desde cero y, unos y otros, se cedieron terrenos pantanosos para no escabechar una Transición que tenía que ser modélica.
44 años después, de aquellos lodos jamás tamizados, nos llegan estas plagas: cuerpos de ley que se declaran en rebeldía para impedir su propia renovación; paralización —inédita— de sesiones parlamentarias (esto es, secuestro de la Soberanía Popular); partidos políticos que utilizan la ilegitimidad como marco de pensamiento mínimo y el vertido del odio como gestión máxima del relato político; medios de comunicación que, lejos de su función de control público y creación de ciudadanos críticos, practican la equidistancia y el lavado exprés de lo que, sin lugar a dudas, es uno de los momentos más anómalos de nuestra breve democracia.
No se lleven a engaño, este momento es de extrema gravedad, por mucha sonrisa que tengan los tertulianos —el nuevo animal de compañía— que, mientras se redactan estas líneas, bromean con la victoria de Argentina y, sin un atisbo de rubor, plantan las semillas para el argumentario de lo que será el rodillo mediático mañana: hay que celebrar elecciones anticipadas.
La razón, dicen, es que —de nuevo— el gobierno ha quedado deslegitimado. No olvidan estos tertulianos que la legitimidad no la ponen o quitan los tribunales de parte, sino los ciudadanos, las urnas, usted y yo, y por ello se afanan en la tercera pata de la operación de esta noche: blanquear, con lejía y cal blanca si hiciera falta, la intentona del Partido Popular para secuestrar la voluntad de un país.
Se van a hinchar a escuchar ustedes comparaciones con Tejero en los próximos días. No son gratuitas: tal como entonces, se ha secuestrado la voluntad popular para impedir una votación. En aquel entonces, la de la investidura de un presidente del Gobierno. El de hoy, el secuestro del debate en el Senado de una ley. En ambos casos, el secuestro del poder legislativo, elegido directamente por las urnas. El secuestro de un poder inviolable. No es poca cosa.
«Que los jueces elijan a los jueces» esgrimen los defensores del movimiento que durante estas semanas estamos viviendo. Como los tertulianos, se hacen los olvidadizos sobre qué se está pisoteando: la soberanía popular, que no es otra cosa el primer artículo, punto segundo, de la ajada Constitución:
La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado
Artículo primero de la Constitución Española
También, para hacer carambola, se les difumina la memoria con el 66:
1. Las Cortes Generales representan al pueblo español y están formadas por el Congreso de los Diputados y el Senado.
2. Las Cortes Generales ejercen la potestad legislativa del Estado, aprueban sus Presupuestos, controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución.
3. Las Cortes Generales son inviolables.
Artículo sexagésimo sexto de la Constitución Española
Hará en enero dos años del asalto al Capitolio, un asalto a la sede de la soberanía popular estadounidense que, en algunas latitudes, fue recibida como la rotura del dique democrático a la conspiranoia, la radicalidad y la posverdad. Esta posverdad, que los gobiernos elegidos que no resultan de su agrado son ilegítimos, viene dañando la democracia y su apreciación por la gente desde hace varios años. Trump veía, repantingado en la Casa Blanca, en la FOX —hagan ustedes el traslado a qué cadena sería aquí— el asalto al Capitolio, mientras su familia le rogaba para que detuviera aquella aberración. Esta semana hemos visto cómo la derecha está dispuesta a cualquier cosa, de nuevo, para llegar al poder. Si para eso tiene que romper España, sus instituciones y la democracia, retorciendo a la judicatura y a la propia verdad, lo hará.