A todos los que promueven las guerras
porque no hay venganza más dura
que perdonarle la vida a un asesino.
Estaban inmersos en una espiral
girando venganza de los que se habían vengado
de los que se vengaron
de la anterior venganza.
Era una fuerza que expulsaba
un odio tan fuerte y tan agrio
que vomitaba venganza,
la venganza ciega contra todos
los que se habían vengado
de los que antes se vengaron.
Eran un vómito vengativo
que apestaba a odio retorcido.
Los lobos, muy bien resguardados en sus madrigueras,
protegidos de todo el peligro,
aullaron venganza las siete noches de la luna llena,
empujando los cachorros a una noche fría
donde esperaban lunas recrecidas
con finas guadañas.
Lloraban las hienas gritando venganza
mintiendo su risa.
Y los cuervos buscaron paisajes
donde hacer sus nidos y criar sus crías,
al ver que la venganza era mal nacida.
Entre los escombros había
montones de cuerpos llenos de venganza,
de sangre y cenizas y vidas perdidas,
de dolores mudos, de vista cegada,
de sangre reseca, brazos amputados,
cráneos aplastados y balas malditas.
Venganza que vuelve, que gira,
que arroja veneno para sobre las pupilas
de gente inocente que buscan el perfume
de flores marchitas
cubiertas de estiércol, de arena sucia,
sueños olvidados y promesas vacías,
de vida cortada por frías cuchillas.
Sonaban metralla, bombas y venganza
sembrando los campos de ausencia de vida.
Los grillos, pensaron que venía el invierno,
y sus voces rotas sembraron venganza
durante diez días.
Y cayeron bombas, destrozaron piernas,
sembraron dolores y la gente gemía,
mientras los culpables, en sus madrigueras,
con calma comían
manjares salidos de cuerpos inertes
de los que creyeron todas sus mentiras.
Y al final, las madres teñidas de rojo,
escondieron el luto y las tijeras finas,
guardaron su venganza esperando a los lobos que iniciaron la lucha.