Soy el orgulloso compañero de un perro guapo. Propios y extraños se maravillan de su mirada lánguida, su sonrisa deslumbrante y su inteligente proceder.
Algunos, más de un tiempo a esta parte, se muestran además comprensivos acerca de su miedo a la sociedad en general. Verán, el pobre estuvo enfermo desde apenas su nacimiento y se saltó la etapa de socializar. Al tiempo que otros cachorros saltaban juguetones, Calcifer —tal es su nombre— se debatía entre perder la vida o el uso de sus extremidades. Además de guapo es un luchador, por lo que corre, ladra y exige pelota.
Que yo, como su compañero humano, perciba su belleza es algo que ya venía con el paquete. Pero que otros, los extraños, volteen la cabeza para admirar sus facciones y le dediquen una sonrisa con apenas una mirada pasajera nos deja ver algo más, un atisbo de ese logro colectivo que es elevar al común a la —por ahora— más alta de las posiciones: la de la verdadera observación del prójimo.
Cierto es que aún nos queda trabajo en ello, pero los frutos están ahí. Ejemplos no faltan de esta sociedad educada que transita por la vida con más aspiraciones y conciencia que el ganapán y la autopreservación. Nos preocupan las desigualdades, nos horrorizamos ante la barbarie y nos sobrecoge el incendio de un monumental edificio. Somos capaces de elevar nuestra mirada y considerar que los animales también tienen derechos, y además, hacernos respetarlos, condenando de forma enérgica los execrables actos de torturas gratuitas o malos tratos.
Trabajo nos queda, cuando en la celebración de éste, el mes de la diversidad sexual, aún quedan cerebros en cuyos marcos no entra eso, la diversidad, la belleza, el pluralismo. Son esos cerebros zafios, vacíos, desprovistos de la chispa de la cultura, de la lectura, de una adecuada educación, lo que les hace ver el mundo a través de una rendija, de una estrecha mira tamizada de prejuicios y miedos.
Como sociedad nos hemos dotado de un contrato, falible como todo lo humano, con el cual se nos permite soñar con volar, levantarnos sobre las peñas de nuestra ignorancia para apreciar el verdor del follaje y la frescura de los pastos de más allá de nuestra solitaria y pedregosa isla.
Los mismos que comentan con ebria sorna que «los maricones han perdido un día y han ganado un mes» no son capaces de ver que Calcifer ladra con tonos diferentes según su estado de ánimo o sus deseos; aquellos que son capaces de aplastar su cabeza a pedradas no distan tanto de los que, allí, lo hacen con personas por crímenes religiosos, o aquí, incendian cajeros con personas a las que la vida —y nosotros, como sociedad— dejó de lado.
El miedo y la ignorancia, la incapacidad para manejar el primero y terminar con la segunda, son los males presentes y futuros a los que debemos enfrentarnos, comprometiéndose ambos extremos del contrato para avanzar como individuos y elevarnos como comunidad.