Lloramos, en silencio o manifestando nuestro dolor colectivo, por la muerte estos días de Rocío y de las pequeñas Anna y Olivia. Como en el caso de Calcifer, una muestra más de nuestra sociedad educada, de nuestra sensibilidad de género. Al mismo tiempo, tiramos las servilletas airados cuando, sandía en mano, nos enteran de otro presunto caso. Una reacción deseable ante una desgracia indeseada.
La hipervisibilización de estos casos, silenciados durante lustros —vergüenza, estructuralidad de la violencia, complicidad por ajenidad— ha conseguido esa reacción, paso social previo para su disminución (un 12,7% menos de víctimas desde 2000, de 63 a 55). Insuficientes aún, las políticas preventivas, emuladas de aquellas dirigidas a contener la sangría provocada por las muertes en carretera (69,79% menos desde 2000, que cerró el año con 6098 muertes, frente a las 1842 de 2019) demuestran ser sólidamente efectivas.
Si preguntáramos en la calle, la respuesta que obtendríamos a «¿cuál es la principal causa de muerte por circunstancias externas (restando las inevitables enfermedades) en España?», con toda probabilidad sería «accidentes de tráfico». La poca visibilidad mediática, social, del suicida esconde la terrible realidad detrás de la consecuencia de la fragilidad manifiesta de nuestra salud mental.
Con datos terriblemente constantes a lo largo de las décadas, el suicidio es un verdadero problema de salud pública. Para aquellos que miden las cosas en campos de fútbol: cada año se suicidan en el mundo personas suficientes para llenar el aforo máximo del Camp Nou (99 350 localidades) más de 8 veces. 800 000 mil personas deciden poner fin a su vida. Cuarenta personas cada segundo. En España, un suicidio cada dos horas y media, diez al día. De los que lo intentan y no lo consiguen, más de 8 000 al año, con secuelas físicas y psíquicas. Cicatrices en la piel y la mente, a veces demasiado profundas.
Un monstruo basado en la depresión, la presión social, el desempleo, una inadecuada educación en gestión de sentimientos que crece lenta, pero imparablemente, espoleado por sucesivas crisis económicas (en 2014 rozamos los 4 000 suicidios, muchos de ellos con ejecuciones hipotecarias detrás). No obstante, el silencio es la tónica general en el tratamiento, la visibilización de esta merma. Parafraseando a la entonces Ministra de Sanidad, María Luisa Carcedo, «¿cuántas horas de información, cuántas noticias de periódicos escritos se dedican al suicidio -desde la prevención, desde la concienciación- en comparación a los accidentes de tráfico, siendo como es el suicidio una causa de mortalidad y discapacidad tan importante y tan evitable?»
La misma ministra, al igual que su predecesora, Carmen Montón, comprometió en su investidura la creación de un Plan Nacional de Prevención del Suicidio. Un ministro más tarde, Salvador Illa anunció en febrero del pasado año la elaboración de una Estrategia Nacional de Salud Mental, con enfoque en la prevención del suicidio. Meses después —pasada la primera ola de la pandemia— aseguraría que se trabajaba en la actualización de la Estrategia de Salud Mental. ¿La realidad? Cambio de ministro, con Carolina Darias en la cartera y lo único disponible es la guía de orientación para su prevención, una guía de 40 páginas, proveniente de la Confederación Española de Agrupaciones de Familiares y Personas con Problemas de Salud Mental. Fecha de 2006.
Tal y como denuncia la Fundación Española para la Prevención del Suicidio, «para la Estrategia de Prevención del Suicidio en el Sistema Nacional de Salud, no hay que llevarse a engaño, no hay tal plan, programa de prevención o estrategia, ni parece que se tenga previsto desarrollar ninguna estrategia específica de prevención del suicidio». Al tiempo, se elaboran informes sobre la evitabilidad de las noticias de suicidio en los medios de comunicación, como este en el que se afirma que las noticias sobre suicidio pueden ocasionar un efecto contagio o un efecto protector, y que, en general, no se hace bien. ¿Las recomendaciones para mejorar la labor informativa? Juzguen ustedes mismos.
El suicida, esa persona sobrepasada por sus problemas y sin percepción de solución a su alcance, sigue yéndose mientras los expertos tildan de evitable una desgracia que asusta a los medios de comunicación y que tiene poco predicamento en el cine. El silencio impuesto por la sociedad ante la evidente derrota que uno de sus miembros ha sufrido, el poso del tabú religioso sobre la pecaminosa decisión de acabar con la propia vida y, en nuestro país, a 30 años de la Reforma Psiquiátrica —Ley General de Sanidad, 1986—, los temas pendientes sobre la capacidad de recursos para el tratamiento de la Salud Mental, el desconocimiento y el miedo aún latentes en el imaginario colectivo, coartan la libertad para conversar acerca del problema subyacente, personal o colectivo que condujo a esa muerte.
El silencio del suicida, autoimpuesto y del que la mayoría cree que egoísta por cuanto impone también a su familia y amigos, pervive en reuniones, cenas y veladas, se filtra a conocidos y ajenos, escala a los asientos de los presentadores de noticieros y redactores de periódicos, es en realidad el último grito de desesperada petición de ayuda de quien se vio solo en un mar de personas. Escuchemos, podemos salvar una vida.
¿Necesitas ayuda? El teléfono de la Esperanza es un servicio urgente, gratuito, anónimo y especializado que lleva ayudando 50 años. Nacido en Sevilla (más específicamente en Alcalá de Guadaíra), continúa prestando una inestimable ayuda de intervención en situaciones de crisis. Llama al 914 59 00 55 (fijo) / 717 033 717 (móvil).