Hace dos años, en marzo del 20, escribía que nos encontramos en la era del espumarajo, donde se pierde la razón por cualquier motivo. Después de dos años, y viendo el panorama político y social, además creo que nos encontramos dentro de la película Cabaret (1972), inspirada libremente en la novela Adiós a Berlín (1939).
El título de este Tramas de Celulosa es el mismo que el de la canción que un histrónico, pero genial Joel Grey interpreta al comienzo de una película, Cabaret, que es una alegoría del final de la República de Weimar —pero también de los locos años 20—, el surgimiento del movimiento nazi y su infiltración en la sociedad.
Joel Grey, en su papel del Maestro de Ceremonias, bromea en el Kit Kat Club con algo que la película nos deja bien claro que es normal: la diversidad y la caracterización sexual de sus personajes, de su macrouniverso, del momento histórico. Quitando las exageraciones provenientes del cine liberador de los 70 (y la mojigatería posterior), buceando en las páginas del libro original encontramos el mismo ambiente hedonista, bohemio y liberal que el mostrado en el metraje.
Igualmente, encontramos la brutalidad demagógica, el encanto brutalista, la hegemonía disfrazada de esperanza de futuro que representa la canción Tomorrow belongs to me (el mañana me pertenece) interpretada soberbiamente por Mark Lambert, quien con su fuerza vocal y lo que en un principio parece una canción de campo consigue encandilar a toda la audiencia —incluidos nosotros, espectadores—. Con horror —y visión histórica— descubrimos que esta sencilla cancioncita es una llamada a las armas, a la dominación. A la Solución Final, al Holocausto.
No es baladí que en la escena sean los jóvenes los primeros que se levantan, enardecidos, con la cara contraída por el mismo sentimiento que se puede apreciar en los Dos Minutos de Odio que todas las mañanas tienen que vivir los personajes del universo de 1984. Ambas hablan de lo mismo. Tampoco es menor que la comida de campo en la que se celebra la escena —o los esclavizados ciudadanos de 1984— sean las clases trabajadoras, humildes, muchas veces sin estudios ni experiencia, los destinatarios de este dardo envenenado; como no es casual que Vox lance sus soflamas en barrios humildes, aplastados por una sociedad que se olvidó de ser solidaria en algún punto.
Como en un remedo de Los Santos Inocentes, Vox y sus adláteres actúan de señoritos inauténticos, acomodados y orgullosos de una tierra que les queda pequeña. Y a su alrededor, como criaturitas puras y serviles, como Paco el bajo o Azarías, los auténticos voceros de la derecha radical populista. Para quien diga que no son de extrema derecha solo hay que recordarles que, entre otros, su vicepresidente de Acción Política —es decir, quien marca por dónde transita el partido— se siente orgulloso de haber militado en Falange.
Huelga decir que vivimos en la cresta de la ola del surgimiento del posfascismo, tanto a nivel internacional como patrio, y que debemos articular soluciones desde el consenso entre las fuerzas políticas progresistas y conservadoras. Soluciones de consenso que pongan la continuidad de la existencia pacífica de la democracia en el centro. Soluciones que alejen el ruido, la polarización y la crispación que tantos réditos ha traído a una formación vacía de contenido y llena de amenazas.
Sí, al final Azarías terminará ahorcando al señorito por matarle a la milana bonita —esta España nuestra tan falta de libertad—, pero mientras, nos quemarán las banderas del orgullo y nos cantarán que el mañana les pertenece. Cuidado, que estos no llevan brazalete, pero se envuelven en los mismos símbolos (robados) de muerte de la Gloriosa Cruzada.