Año tras año, como el carretero que trae las noticias por estos lares, vuelve el Informe PISA. Para muchos, arcaico monstruo de horrendas facciones y aún más horrendos resultados. Los de España, esa España que estudia, son malos, casi siempre sonrojantes para esa otra España que legisla. La relación entre las dos dirime el futuro de la nación no sólo en el mañana, también en el presente se deja notar que en este país, sólo nos movemos cuando el garrote ya nos ha sacudido.
Traía yo a colación el Informe PISA, ese que mide las competencias estudiantiles de los países, debido a que el suspenso mantenido en lectura y comprensión lectora por el nuestro se hace sentir en todos y cada uno de los rincones del día a día. Desde la no tan pequeña tienda de la esquina que vende «sofales» a los diputados que no son capaces de discernir si se encuentran ante una información veraz, pareciera que el paidos y el logos hubieran abandonado la piel de toro.
Hace unos años, no tanto como un par, la especialista en Educación Especial, métodos de investigación y dificultades del aprendizaje de lectoescritura, María Carmen Busto dijo algo que inmediatamente se convirtió en titular: «Hay niños que aprueban primaria sin una buena base de comprensión y expresión lectora». Añadiría que la mayoría de los problemas en secundaria son fruto de la falta de esta base. Ahondando en la herida, en 2017 el informe PIRLS de comprensión lectora reflejaría la misma situación: que uno de cada cinco alumnos españoles de nueve años se siente inseguro al leer. Al mismo tiempo, dos datos paradójicos: en febrero de 2020, justo antes de que la gente descubriera que un libro es un salvavidas mental —tampoco tanto, no se vayan a creer, un 3% más—, se declaraban lectores un 68,5% de los españoles. Los títulos editados ese año, 62.180.
Los datos están sobre la mesa, los resultados en sus informes, los libros en las librerías, y los sofales, en sus tiendas. En el momento en que más gente lee, aunque no lea, dado que por mucho audio de guasap que mandemos y nos manden, algún mensaje de texto recibimos, en el que los reels de Instagram tienen subtítulos y en el que cada pantalla es una ventana a Twitter, ese piar supremo de largas cadenas de textos cortos, menos sabemos, como país, leer lo que leemos.
Del saber leer las letras, pero no saber qué pone el cartel ejemplos tenemos todos los días en aquello que bien se ha dado en llamar infoxicación y de la que, como plaga de tremebundas consecuencias, hemos tenido que protegernos como sociedades. Verificación de hechos, compromisos de transparencia y veracidad, mecanismos de contraste y otras mil capas añadidas a la información para certificar que lo dicho es verdaderamente lo que había que decir, todo ello en un envoltorio de colores, gráficas e infográficos que pretende comunicar, cada vez más fácil y masticado, un contenido. A este respecto, y al otro lado, tenemos los generadores de basura mediática, de las fake news, los bulos y las mentiras manipuladoras de una sociedad, la nuestra, cada vez menos armada de comprensión lectora, más voluble en sus emociones civicopolíticas y con mayor propensión a dejarse llevar por la primera algarada que, aún sin el sostén de una argumentación solvente, toca los resortes tangentes de las injusticias de nuestro presente.
Es este un campo abonado por los sucesivos maestros legisladores, que han bregado en aquello, arrojar estiércol sobre las capacidades y aptitudes de nuestras futuras mentes con sucesivas leyes en las que no podía faltar el adjetivado y ante las que era tan parco el tiempo para su correcto desarrollo —alguna incluso no ha llegado a implantarse— que no pocos profesores denunciaron la cada vez más intensa carga de trabajo burocrático en detrimento de una menor carga académica comprensiva, obligando progresivamente, en contra del espíritu de las propias leyes, a una mayor memorización.
No obstante, si bien una de las causas pudiera ser una política educativa digna de un concurso de patchwork, licitada con base a resultados ideológicos en sus contrarreformas privatizadoras, es en la desvirtuación del propio modelo educativo social, en el que la sociedad en su conjunto actúa como ente educador, donde más se está fallando a la hora de crear individuos críticamente funcionales. Si los medios de comunicación tenemos, en nuestra incesante labor por ofrecer más y mejor información, de rodearnos de tecnologías y semióticas de simplificación para la ingesta sin filtros, solo se debe a que el público al que hemos de llegar ha sido concienzudamente alejado del nivel que debiera, quién sabe si con los propósitos de hacer que determinadas elecciones, modos de vida y de gobernar, fueran infinitamente más fáciles para esa élite de triple apellido y abultado patrimonio, en el eterno húmedo sueño de volver a separar a quienes venden sofales, de quienes compran casas con decorador incluido.
En esta eterna lucha educativa no faltan los mayores y aquellos que no pudieron disfrutar de posibilidades. De los primeros, ejemplo viviente de las dificultades de una vida analfabeta lastrada por el recuerdo de una España sin escuelas, hemos de ser brazos de apoyo y comprensión para los esfuerzos que tanto los implicados como los centros de educación permanente realizan curso tras curso y que obligan a las cifras de analfabetismo hacia su desaparición. De aquellos otros apartados por las circunstancias hemos de recordar que nunca es tarde para estudiar, descubrir las interconexiones de un mundo mucho más grande que uno mismo y evitar que piensen qué es lo mejor para nosotros.
Si no me creen, pueden pararse y recordar tan solo algunos ejemplos de aquellas veces en las que pensaron por nosotros y, además, posteriormente nos lo reprocharon. Nos vendieron, boato en mano, que España era la nueva tierra de las oportunidades gracias al ladrillo, que podíamos abandonar los estudios para ganar subiendo sacos de cemento más que un ingeniero. Que solo debíamos firmar unos papeles, pero sin mirar la letra pequeña, y que si no sabíamos siquiera leer, que no nos preocupáramos, que aquello era algo bueno, que para algo se llamaban preferentes. Que no íbamos a rescatar a los bancos, solo a inyectar capital que se devolvería. De seguro que se les ocurren algunas ventas más, pero yo pondré la que quizá es la más hiriente de todas ellas, que vivimos por encima de nuestras posibilidades.
Es quizá, esta, la más humillante, clasista y retrógrada de todas las argucias efectuadas para que, otra vez, como en el Informe PISA, seamos nosotros, los estudiantes, quienes carguemos con la responsabilidad de no haber sabido hacer las cosas de la manera correcta. Su manera correcta.