El otro día leía una entrevista al cineasta y activista británico Ken Loach (1936) en la que aseguraba que «la izquierda necesita un líder radical para desafiar al sistema económico». Este titular se generaba a raíz de una pregunta que se hacía a sí mismo: «¿cuál es el liderazgo de la izquierda?».
Además del titular, jugoso como pocos, el bueno de Loach nos deja otra píldora: «Las guerras están provocadas por la competencia económica. Solo podemos resolver eso si planificamos, y no podemos planificar lo que no posemos. Por eso necesitamos un líder radical en la izquierda. Sin eso, tendremos un liderazgo socialdemócrata».
No hay nada más socialdemócrata que el Estado del Bienestar, tanto en su concepción —respuesta al desarrollo socioeconómico del bloque soviético—, como en su aplicación mediante un Estado central interventor. No es casual que la derecha utilice el símil del comunismo cuando se enfrenta a las reivindicaciones sociales en materia de sanidad pública, pensiones o salarios. Primero, porque es más simple invocar el fantasma de Iósif Stalin —las purgas estalinistas se conservan mejor en el imaginario colectivo que el milagro económico chino— que explicar que si se pretende ser como los países nórdicos, hay que serlo en todo. O, ya puestos, que el modelo Alzira de privatización de la sanidad, hace aguas por todas partes, es insostenible y, además, ruinoso como empresa, porque la gente tiene la mala costumbre de morirse cuando no es tratada adecuadamente.
Así puestos, resulta paradójico que las izquierdas no tomen este vendaval reaccionario de recortes y lo capitaneen hacia una explosión social. Quizá tenga que ver con «el no me da la vida» que Charlie Moya describe y que no es más que indisposición generalizada, «una impotencia que ha caído en la reproducción de sí misma». Con que, en la parte zurda del tablero, las luchas se hacen con el cuerpo, con la propia cotidianeidad, con la conciliación familiar y laboral.
El abono de las izquierdas es el tejido social y, en última instancia, su descontento ante la degeneración de derechos y libertades. No obstante, no se conecta con la sociedad, que se agarra a un clavo ardiendo, a soluciones pacatas y descafeinadas que solo aseguran unos minutos más de esperanza. Queda atrás la revolución social, aquel «asaltar los cielos» que se ilustró con un hemiciclo abierto a las gentes de la calle, a los villanos. ¿Mala gestión de la expectativa, presión constante de las cloacas mediáticas, una combinación de ambas más una inherentemente lucha intestina en la izquierda?
Quizá un poco de todo y un todo de nada: el tsunami VOX bebe de esos mismos descontentos sociales, en una perfecta repetición del péndulo social, que no ha encontrado en la izquierda el suficiente agarre, algo similar a la oportunidad —calva por la nuca con dos cabellos untados en aceite— que se escapa entre los dedos.
Comunismo o libertad. Tal era el eslógan que Miguel Ángel Rodríguez inventó para Ayuso, en la misma línea de la política-espectáculo que había traído de América el joven consultor de comunicación para convertir a un insulso Aznar en un monstruo político, y de rebote, en presidente del Gobierno. Hoy, Ayuso y su gobierno se enfrentan al banquillo por la investigación, en la Audiencia Provincial, por las 7 291 muertes sin explicación en aplicación de los denominados «protocolos de la vergüenza». En aquella campaña electoral, Ayuso y su cohorte se enfrentaba a todo un vicepresidente del gobierno, Pablo Iglesias, que dejaba de andar por Moncloa para disputarle la comunidad a la nueva estrella trumpista. Estas formas populistas, de antiestablishment, de niña rebelde —las chupas de cuero, en plan rockero, reivindicando la movida madrileña, no son casuales—, conectan con el hartazgo de la gente que, ya cansada de tanta retórica, quiere ver el mundo arder, porque es la única posibilidad de que algo cambie.
Solo puedo entender cómo las izquierdas no tomaron al minuto siguiente el eslógan de Ayuso y lo convirtieron en Comunismo y Sanidad, para luchar en un marco dialéctico propio, enfrentando a Ayuso en un terreno distinto del que ésta imponía, pensando que tal vez las izquierdas —divididas entonces, y divididas ahora— estaban más preocupadas de mirarse el ombligo para encontrarse la identidad que de la batalla cultural y electoral que acontecía. Esta dinámica de «partido adolescente» que está encontrando su lugar en el mundo procura, por un lado, el agotamiento de los cimientos sociales —la impotencia— y, por otro, el más peligroso aprovechamiento, por parte de opciones radicales (VOX, Frente Obrero, en ambos extremos), del descontento y sensación de abandono posterior.
¿Es necesaria una figura de liderazgo en la izquierda? Personalmente, lo dudo —sobran figuras de liderazgo en la izquierda, y eso es parte del problema—, y apuesto más por hacernos, en cambio, otra pregunta.
¿Qué tipo de izquierda necesitamos?
La búsqueda de la identidad de la izquierda no es algo que se esté dando sólamente en España tras la atomización de las alternativas al PSOE: ha sucedido en Italia (Movimiento 5 Estrellas), Grecia (Syriza) y en menor medida, en América Latina, donde las opciones políticas mutan con las crisis.
El renacimiento de las opciones socialdemócratas tras un camino por el desierto se debe a esta atomización y a la capitalización paciente de un ecosistema heredero del SPD alemán: sindicatos, medios, grupos de presión. En definitiva: presión social, o como ellos lo llaman, la gran mayoría.
En esta ya moribunda legislatura se han evidenciado tres cosas, y en esas tres se debería fijar el debate para contestar a la pregunta de qué izquierda necesitamos. A saber:
- La socialdemocracia, como el propio régimen, fue herida de gravedad con la crisis de 2008. No representaba a las clases que decía representar y sólo mediante empujones ha dejado, a ratos, su socialiberalismo.
- El brote de la ultraderecha fue un mecanismo de rebote, consistente en expectativas no cumplidas y la marea de reflujo trumpista. La asimilación de VOX por parte del PP es más que un efecto de maquillaje en los discursos, y trae consigo la propia radicalización de «la casa de la derecha».
- La excesiva dependencia de hiperliderazgos mesiánicos, en vez de en comunidades cimentadoras, dota a los proyectos que pretenden revolucionar de una flaqueza de origen que, en última instancia, solo sirven para consolidar la política-espectáculo que tan bien le viene a las opciones conservadoras, a la par que, indubitativamente, crean sensaciones de traición, desencanto y desafección. En una palabra: desmilitancia.
Dado que militancia comparte significado y raíz con milicia y militar, debemos pensar los pasos necesarios para convocar, de nuevo, un gran ejército de manos que ayuden a este país a avanzar, decidida e irreversiblemente, por el camino de la utopía.