Cuando uno recorre los pasillos de un gran museo como es el MoMA de Nueva York, no piensa en que una obra de arte le llegué a dar un pellizco en el corazón. El arte realmente tiene esa cualidad, la de removernos nuestro interior para hacernos reír, llorar, pensar y sobre todo disfrutar.
Con un tamaño no mayor que un folio en A4 nos topamos con una obra que Salvador Dalí hiciera con 28 años. Años atrás, en la residencia de estudiantes de Madrid, cuando él contaba con 19 años, coincidiría con un poeta en auge granadino, que años más tardes de pintar esta obra sería asesinado por la sin razón fascista. Entre ellos nacería una amistad especial que traspasaría incluso los límites de la lógica hoy en día.
Si tenéis ocasión, os pediría que os quedarais observando la obra con detenimiento. Muchas veces no sabemos ver el arte y pasamos fugaz, a veces haciendo una fotografía, sí, aunque esté prohibido en muchos museos, no podemos no sacar la cámara del bolsillo para llevarnos en forma de instantánea un recuerdo que guardará polvo en la galería del celular.
Sobre un paisaje rocoso, unos relojes parecen estar derritiéndose, uno cuelga de una rama como si de una sábana secándose al sol se tratase. El propio artista catalán diría de su obra que se inspiró en los quesos camembert.
Sobre un reloj que aún no ha sido derretido, unas cuantas hormigas parecen estar comiéndoselo. En otro, una mosca aguarda quizás la hora. Todos los relojes parecen dar una hora aproximada de las seis en punto.
Esa mosca, quizás, no sé, refleja nuestra mortalidad. Lo efímero que es nuestra vida. Un día estamos jugando al fútbol con los amigos del colegio y a la mañana siguiente tenemos ya cuarenta años y estamos escribiendo unas líneas para un periódico a modo de opinión.
Desde siempre dije que la vida me parece como una corbata, y lo explico. La corbata puede ser bella cuando la compramos, quizás vamos a la moda.
Aún recuerdo cómo mi madre, para la boda de mi tío, me compró una corbata ancha y colorida que vendían como las corbatas de Carrascal. El célebre periodista de Antena 3 que cada noche nos daba las noticias, por los años 90, ataviado con una corbata vistosa. A esa corbata le puedes dar mil vueltas, hacerles infinidad de nudos a lo largo de la vida útil. Desde el clásico Windsor, Kelvin o Hannover entre más de quince variedades.
Esa corbata aguanta una serie de lavados dependiendo del tejido con el que esté fabricada, de seda, de poliéster, de algodón… pero al final llega un día, en que luce despeluchada. Ya no va a la moda y es imposible hacerle otro nudo sin evitar que igual se rompa más. Así que optamos por meterla en un cajón, apartándola de las demás, a la espera que en la próxima limpieza general que hagamos la tiremos.
Pues la vida me es similar a todo cuanto he detallado sobre esa corbata. Si no sabemos valorar cada vez que lucimos, que brillamos, llegará un día en el que igual pasemos a ese olvido marchito de esos relojes de Dalí.
No quiero despedirme de este artículo sin antes honrar a todos esos familiares que acuden a hospitales, o tienen un enfermo en casa, con una enfermedad que mucho tiene que ver con ese paisaje rocoso que pintara en artista catalán.
El alzhéimer es una realidad que cada vez más familias sufren. El mismo paciente, antes de coger el DeLorean y subirse junto a Marty McFly y viajar constantemente a su pasado, donde estaba pasando el balón a su compañero de clase para marcar el gol, o donde quizás estaba dando ese primer beso en un parque precioso.
Esa persistencia o capacidad para mantener la constancia del tiempo es la que me hace pensar, cada vez que veo esa obra.
Y ahora, a modo de despedida de este artículo, os regalo un microrrelato que hice en su día sobre quizás la historia más importante que libra el ser humano consigo mismo.
El viejo del mar.
El viejo marinero echa la red en medio del gran mar en el que navega con su barca. Es lo que lleva haciendo cada mañana desde que tiene uso de razón, y de eso hace ya muchos años.
Su frágil memoria se fue debilitando hace poco, pero aún recuerda días importantes de su vida… Su primer beso, su boda, el nacimiento de sus hijos o la muerte de su esposa.
Lo curioso es que no se acuerda, por más que se esfuerza, en como ha llegado allí esa mañana, tan solo en que la noche anterior estaba en su cama, rodeado de su hijo el mayor, el cual lloraba sin saber por qué.
¡Parece que tenemos peces!, dice mientras recoge la red.
Su esposa a su lado le sonríe.