Hoy nos desayunamos con otra noticia de amenaza, esta vez a la titular de Industria, a la sazón futurible de la cartera económica de la Comunidad de Madrid si Gabilondo resultase presidente de aquella. Como les decía hace no tanto, pareciese que Madrid ha copado el centro de la atención, cuando no debiera ser así.
No obstante, lo de estos últimos días viene a significar que lo ocurrido en Madrid no solo debe ser centro de nuestra atención, también que debemos poner una escrutadora mirada en el deterioro de una parte creciente de nuestra sociedad que justifica estos actos —o los condena a regañadientes y en función de las encuestas electorales— sin más tapujo que la cobertura de su ideología.
Sobres con balas y navajas ensangrentadas deben ponernos sobre aviso —«si las barbas de tu vecino vieses cortar…»— acerca del cariz de los siguientes pasos si los resultados de estas o las próximas elecciones no son del gusto de parte del electorado, cortando de raíz con la propia esencia de la democracia: que es la mayoría soberana quien habla, no unos proyectiles empapados de odio y temor con cuya aplicación retrocederíamos más que décadas en nuestra lucha colectiva por un país alejado del oscurantismo analfabeto y analfabetizante.
Odio al pensamiento divergente, al cambio y a la apertura; temor a la pérdida de posición, de unos estrechos marcos mentales en los que la única verdad es la proclamada. No debemos caer, como sociedad, en hacernos partícipes de ese odio devolviendo a quienes creamos responsables más que lo que merecen, el silencio y nuestra ignorancia. Y no debemos, como individuos, permitir que el temor permee en nuestras vidas, en un remedo de recuerdo de las amenazas terroristas, las de verdad, pues sin hacer grandes a aquellos —otros con odio y temor en sus venas—, los presentes no les llegan ni a la suela, tan bajo es su nivel.
Nuestra única salida es por tanto la práctica de la intolerancia de la intolerancia, que como describiese Popper, es la mejor forma de mantener tolerante y sana a nuestra sociedad. Toca, por tanto, el cercenamiento metafórico de la existencia social, económica, mediática y electoral de aquellos que, con su discurso y actos, reducen la grandeza de nuestra pluralidad al acto necio, cobarde y pueril de razonar con plomo.
De esta guisa, no sirven equidistancias y blanqueamientos más o menos sutiles, como tampoco la atribución de que el contrario —sea el que sea, menos el que es— tiene mensajes viscerales de odio y división. Hacer común el relato de la maldad sobre el que piensa diferente diluye la capacidad de identificar a aquellos que realmente hemos de aislar, so pena incluso, de terminar en esas posiciones que decimos combatir.
Más nivel exige nuestra sociedad en su pensamiento y su ideología, cualesquiera que fueran, y en la defensa de las legítimas posiciones de cada uno, siempre con los argumentos y la oratoria, el convencimiento y la razón, parejos a los sentidos crítico y común que deben imperar en, precisamente, dicha sociedad, impermeable como debiera, a la mentira y la zafiedad de argumentos vacuos basados en la infravaloración de las personas.
Más nivel del que, por supuesto, sobres con balas y palabras de muerte representan.