Forzando la vista y acomodándola a la oscuridad del lugar, solo puede ver la espalda ensangrentada de uno de sus acompañantes a ese «paseo» nocturno. Lleva las manos maniatadas a la espalda. Sus glúteos y genitales le duelen de la paliza recibida hace apenas unas horas. Traga una mezcla de saliva y sangre, nota como le falta algún diente.
Lleva dos días sin llevarse apenas líquido alguno a la boca. De alimentos mejor ni hablar.
Anda descalzo y cabizbajo. Sus sueños, convertidos en letras, se estaban cumpliendo.
Al poco llegan al destino marcado por esos que han roto España. Le quitan los amarres. Puede notar como la circulación le corre nuevamente por sus manos. Ya había perdido la cuenta de cuánto llevaba así en esa postura.
Le dan con la culata de un fusil en el rostro logrando que pierda el equilibrio. Las risas de los otros es escuchada en todo el bosque mientras un reguero de sangre le invade la cara.
Se arrodilla junto a él un maestro escuela que comparte con el ese siniestro caminar, mientras le aproxima su mano para ayudarlo a incorporarse. El otro, un banderillero homosexual, llora implorando clemencia. No hay clemencia en ellos.
Cierra fuertemente los ojos. Logra escuchar un disparo, después otro. Un fuerte dolor en el pecho le hace ponerse las manos. Un líquido rojo caliente le empapa la piel.
Esa noche del 18 de agosto de 1936 no solo asesinaron a un poeta, asesinaron a la libertad.
Muchos otros corrieron la suerte de Federico en los años que duró la guerra, así como en los posteriores.
Su delito, ser rojo y maricón, tal como dejaron escritos en las actas que luego el mismo régimen borró, negando así su participación. Como también olvidaron la orden de un general que antes había jurado lealtad a la segunda República de darle al de Granada mucho “café”. Curiosamente, ese general que no diré su nombre para no darle más gloria, fue uno que ordenaron los cañonazos que destruyeron la Casa Cornelio del barrio de la Macarena de Sevilla, y en el solar que dejó los impactos se erigió una basílica donde estuvo enterrado una vez muerto hasta hace bien poco.
A lado de su eterno descanso, en los lienzos de la muralla, mandaría asesinar como animales a miembros del gobierno local afín al gobierno democrático de aquel entonces al poco de estallar la sublevación militar.
Esa guerra cruenta enfrentó a hermanos. Daba igual la ideología en muchos casos. Si los sublevados se apoderaban de tu ciudad y tenías ideario republicano o te unías a ellos o te sacaban a la fuerza de tu hogar, con tu mujer e hijos llorando mientras te llevaban a lugares similares a los de Federico García Lorca.
Unos con bandera tricolor, donde se unieron sindicatos, anarquistas y demás y otros tantos con la bandera roja y gualda, donde se unieron carlistas, borbónicos, falangistas… ayudados en gran escala por los ejércitos totalitarios de aquel entonces, la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini.
Al terminar la guerra muchos fueron perseguidos, otros sé ocultaron en los montes, otros emigraron a Francia donde no fueron bien recibidos. A los meses estallaría otra guerra, mundial en este caso.
Los españoles exiliados sin patria, al no existir ya esa república, fueron a parar a campos de concentración. Para quienes quieran saber más sobre ellos hay un artículo que elaboré en su día para este medio llamado «Los apátridas olvidados».
La Segunda Guerra Mundial tampoco es que estuviera lejos de encontrar división entre españoles. Mientras Europa se desangraba poco a poco y los países americanos contemplaban todo desde la tribuna hubo quienes se enrolaron bajo bandera francesa, pero con ideal republicano, obedeciendo las órdenes de Philippe Leclerc, notable general de la segunda división acorazada francesa, la de verdad, no ese pseudo estado marioneta que la historia acabará llamando la Francia de Vichy que se había ido bajo las alas del águila imperial nazi.
La novena compañía de esa división, formada por 150 combatientes republicanos que habían huido de su patria y tenían como sueño derrocar a Francisco Franco del gobierno, así como devolver la libertad a su país.
Aunque hubo más españoles en la división de Leclerc, fue, sin duda alguna, la Nueve la más notable de ellas, al ser de los primeros aliados en liberar París de la ocupación alemana.
Tras ese desfile triunfal por las calles francesas, portando la bandera tricolor republicana, fueron condenados al olvido. Muchos que no se dejaron la vida en la guerra murieron sin volver a pisar suelo español en su vida.
En la otra cara de la moneda tenemos a los combatientes de la División Azul. Falangistas en su mayoría, aunque también los había de origen republicano, que estaban allí para lavar su imagen y no ser perseguida su familia.
En el frente ruso, y bajo órdenes nazis, combatieron con tenacidad a los feroces soldados de la Unión Soviética desde 1941 hasta bien entrado el año 1943.
Esa 250ª División de infantería de la Wehrmacht nazi combatieron entre otras batallas en el sitio de Leningrado, donde muchos de ellos perdieron allí sus vidas. En la manga de su chaqueta portaban cocida la bandera roja y gualda.
Conforme iban llegando a España, tras acabar su misión, fueron recibidos como héroes. Pero ante el avance aliado que ponían en jaque al ejército alemán, Franco fue retirando su apoyo a los que volvían hasta que en octubre del 1943 disolvió del todo la Unidad, así como el saludo romano típico del fascismo italiano.
Su deuda con Hitler estaba saldada.
Tampoco hay que olvidar a esos españoles, que algunos historiadores calculan en torno a 400, que por causas del destino acabaron prestando servicio militar en la Spanish Company Number One, bajo mando británico, que desembarcaron en las costas normandas.
Todos ellos eran españoles, que tenían como bandera una distinta, pero españoles al fin y al cabo.
La tenacidad con la que defendían su bandera me lleva la conclusión de cuántos políticos de hoy, que no saben ni tan siquiera lo que fue el servicio militar obligatorio, que se apropian de una bandera para ir enarbolando su programa para captar la atención de un sector. Da igual la bandera, si la roja y gualda o la tricolor. Ninguno de esos políticos son merecedores de tal cosa.
A Federico García Lorca lo mataron como un criminal cuando se sentía y amaba España. No hay más que leer sus poemas para entender la mente del artista.
El próximo 9 de junio, en esa Europa que se desangraba años atrás, tiene lugar las elecciones para el Parlamento Europeo. A mí no me van a vender nadie que con mi bandera nadie se ríe, para eso ya están ellos.
Este artículo será publicado un día después de esas elecciones. No es por casualidad, no soy de los que intentan convencer con eufemismos sobre a quién votar. Seguramente, a la hora de estar publicado ya tendremos los resultados.
En los mismos campos de concentración de Auschwitz se encuentra una célebre frase que acuñaría en su día el filósofo español Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana: «Quien no conoce su historia está condenado a repetirla». Quizás sea el momento de devolver a Europa el sentido de libertad que muchos otros soñaron.