En las últimas semanas, hemos asistido a dos escenarios opuestos para la izquierda transformadora: el éxito de la unidad en Extremadura y la fragmentación impuesta en Aragón. Ante la narrativa simplista, es necesario aclarar un hecho fundamental: Podemos no es responsable de la falta de acuerdo en Aragón. Muy al contrario, ha sido la única fuerza que mantuvo en todo momento la voluntad expresa de replicar el modelo de coalición que demostró ser exitoso la comunidad extremeña.
Ese modelo —encarnado en Unidas por Extremadura— se basaba en pilares sencillos: un liderazgo claro, un planteamiento ideológico firme y la integración de los partidos realmente existentes y arraigados en el territorio. Este esquema no es una teoría; es un hecho contrastado que permitió a la coalición superar el 10% de los votos, a pesar del silencio y la oposición de ciertos los medios de comunicación que prefieren invisibilizar cualquier alternativa que escape al su control de las elites. Esta fue exactamente la propuesta que Podemos defendió en Aragón: una alianza territorial fuerte y con raíces.
Lo que ha ocurrido en Aragón no es un fracaso del diálogo, sino su sabotaje. Lo sucedido no es otra cosa que el intento de impedir que se repitiera el ejemplo extremeño: la escenificación de la insignificancia de Sumar y la reafirmación del liderazgo de Podemos como motor de cambio en la izquierda. Frente a la propuesta de una unidad con sustancia, Izquierda Unida optó por la vía opaca: un acuerdo simbólico con un «Movimiento Sumar» sin estructura, sin ejecutiva y sin rostro conocido en la comunidad aragonesa. Una entidad fantasmal, cuyo único propósito parece ser servir de marca paraguas para la sumisión política.
Esta no es una cuestión de logística o de programa. Es una elección política deliberada: IU prefirió la adhesión incondicional al proyecto estatal de Yolanda Díaz antes que construir una coalición autónoma fuerte y con capacidad de decisión propia fuera de los límites que marca el PSOE. Este patrón no es casual. Responde a una estrategia de mayor alcance, donde Sumar no vino a sumar, sino a sustituir suplantar. Su objetivo no es ampliar el espacio de cambio, sino destruir un proyecto rupturista como Podemos por otro de gestión complaciente el régimen del 78. Lo hemos visto en temas esenciales: en la crisis de vivienda, en la tolerancia ante los casos de corrupción y acoso en el PSOE, en la sumisión a la política exterior del gobierno. Sumar —y con ella, IU en esta deriva— ha optado por mimetizarse con el régimen, actuando como su gestor y no como su impugnador.
Por eso, afirmar que la fractura en Aragón es culpa de Podemos es tan falso, como perverso, ruin. La responsabilidad es de quienes rechazaron la unidad transformadora, y eligieron en su lugar la subordinación. Mientras Podemos apostaba por una coalición con peso propio, IU eligió apuntalar en una estructura operación estatal que ha demostrado su incapacidad y falta de voluntad para que el gobierno de España en el que participan haga políticas para las mayorías sociales.
La lección que dejan Extremadura y Aragón es doble. Primero, que una alianza solo es legítima y eficaz cuando se construye desde la lealtad, la soberanía territorial y un liderazgo claro. Segundo, que cualquier coalición futura de la izquierda transformadora debe ser, ante todo, rupturista. Debe tener raíces, debe tener principios y debe tener el coraje de enfrentarse al poder, no de gestionar su declive.
Extremadura ha mostrado el camino. Aragón muestra que la división no es un accidente: sino la evidencia de que, para algunos, es más importante controlar el relato desde sus despachos adjuntos al PSOE que cambiar la realidad. Y la realidad, tozuda, empieza a tener un nombre propio en el mapa del cambio: el de quienes, como Podemos, siguen creyendo que la política es, ante todo, un acto de coraje, coherencia y compromiso.











