La ocurrente frase, en aquel momento de protestas y enfrentamientos porque el Obispo local fuera nacido en Cataluña, causó estupor. Y gracia; la tenía. Y descubrió un par de realidades ocultas tras las intransigencias, entonces verbales, la realidad de dos millones de andaluces emigrados a Cataluña para poder comer, cuyo mayor contingente era almeriense. También se despreciaba al emigrante, pero no llegaba al nivel actual, pues como siga aumentando día llegarán en que se organicen hogueras para «purificar a los impuros» en símil al recordado Tribunal, pero no por sus bondades… Y dejó a la vista otra realidad que de ninguna manera debería olvidarse: los andaluces nos identificamos más como tales cuando estamos fuera. Sin duda, entre otros muchos detalles caracterológicos, históricos y culturales, a todos nos une la tierra dejada atrás, aunque en algún caso la vida nos deje con la frustración de no haber podido regresar.
Nunca estará de sobra repetirlo: la conjunción cultural, histórica y personal de los andaluces está muy por encima de los pequeños matices, que nos personalizan, pero no pueden dividirnos. Compartir un pasado, una cultura y un quehacer no se borra en sesenta siglos. Sería así si todos, o una parte, renunciara a sí mismos después de más de seis mil años. Desde entonces, mantenida en nuestro inconsciente colectivo, es imborrable. Por eso todos hemos experimentado una misma reacción, una misma rabia, una misma impotencia, al conocer de qué manera, aprovechando la decadencia, el declive del Imperio almorávide, catalanes, pisanos y genoveses atacaron Almería de forma combinada, entonces una de las ciudades más ricas de al Ándalus, por tierra y mar simultáneamente y después de sembrar sus campos de sal, robaron los diez mil telares que hacían de la ciudad un emporio mediterráneo y secuestraron a las diez mil mujeres que los trabajaban.
Pero no empieza ahí nuestra historia común. Algo movió a un núcleo humano importante nacido en la Cultura de Almería, a investigar, colonizar, en sentido de aportar su saber y sus técnicas, no en el de esclavizar y, de forma misteriosa por lo extraño para la época, anterior al invento de la rueda y los cascos de los caballos, cruzaron las alturas de la Penibética y se desplazaron hasta la lacustre SPA (Spalis, Hispalis, lugar del agua) y sus cercanías ya en parte seca, dónde se formó y creció el pueblo Curete, probable antecesor de Tartessos y origen de leyendas como las de «Gárgoris y Habidis» o del mítico Gerión, padre de tan avanzada civilización.
Tartessos, otra coincidencia, se extendió hasta Mastia por acuerdos de afinidad (junto a Mastia los cartagineses construyeron Cartago Nova —Cartagena—). Y hasta aquel extremo, sigue la coincidencia, llega la Línea de la «h» aspirada, que marca el límite del habla andaluza. Las similitudes, semejanzas, vida y sufrimiento común, son difícil de enterrar por más que lo intenten las autoridades, porque a las autoridades, a todas, les interesa uniformar y hacer olvidar el pasado para dominar mejor estos estados sin hilación por estar formados a base de conquistas. Pero es difícil, prácticamente imposible erradicar aquello que ocupa parte de nuestro intelecto, aunque en él duerma. El sueño siempre es pasajero, pero la realidad hace levantarse a los pueblos. Esa línea, que nos habla de un pasado y de una realidad cultural, arranca en Lisboa y roza el Mediterráneo en Orihuela.
Pruebas tangibles de la fuerte e importante vida en común durante siglos. Vida en común para crear o mejor afianzar la convergente cultura propia, la similitud dentro de la variedad, pero mucho más fuerte que esa variedad. La similitud es la base. La variedad es el matiz, necesario para no uniformar comarcas y personas. Andalucía es como un mosaico: muchos azulejos del mosaico se diferencian de otros de forma notoria. Pero todos, y solamente todos agrupados, hacen el mosaico. El matiz, la diversidad, es nuestra riqueza.
Una riqueza digna de valorar, como la zona de Rodalquilar, de dónde procede y desde dónde el Índalo es el Tótem de Andalucía por antonomasia. Porque pese a algunas desmemorias, —no está de más repetirlo— Andalucía nació en Almería.
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