El capricho de millonario ya se ha consumado. Como si Sevilla fuera de su propiedad, el alcalde y la Iglesia la han confundido con su fortaleza personal atentado contra la historia y la lógica al violar las condiciones intrínsecas propias de un espacio público que debería ser más público, porque ocultar su pasado es la posición más torpe y más nefasta que una autoridad pueda acometer. El pasado es como es, guste o moleste y ninguna autoridad por más votos que haya obtenido tiene capacidad moral ni legítima aunque la legalidad se acomode a las necesidades del poder, motivo de más para promover su cambio cuando esa legalidad puede ser aprovechada por la autoridad en su propio beneficio o a su entero deseo, o capricho.
Sevilla no es una posesión de José Luis Sanz. Los señoríos fueron abolidos hace ya más de doscientos años y además esta ciudad, como indica su propia denominación, nunca fue propiedad de nadie más que de sus habitantes. Los bienes (y los males) de una ciudad son de la ciudad, no de sus dirigentes, meros administradores delegados del Común que, por tanto, dependen del Común, de la ciudad, de su población a quien deben rendir cuentas. Lo contrario es una violación flagrante de la democracia y esa persona o ese partido merecen ser descabalgados de su cargo.
Sevilla no es propiedad de nadie aunque lo vengan creyendo sus últimos regidores y, por tanto, no tienen derecho alguno sobre esos bienes más que el deber de procurar su conservación. Ya está bien de posiciones dictatoriales como la del «No me gusta Sevilla como es y necesito cuatro años más para cambiarla», frase que ahora Sanz promete elevar a la categoría de predilecta, pese a que Monteseirín no puede ser hijo predilecto porque ha nacido en otro término municipal, ni el error de los sevillanos de mantenerlo doce años en la alcaldía es motivo para honrarlo con la medalla de la ciudad.
El alcalde ha violentado a cuantas personas sufrieron tortura en el castillo de San Jorge, muchos de los cuales salieron de allí muertos porque el tormento no tenía fin, a fin de arrancarles la declaración deseada por sus verdugos. Esas paredes, manchadas de sangre, no van a ser redimidas por ser cubiertas por unos paños para tapar sus horrores. Al contrario, se les vuelve en contra porque sólo pueden certificar que aquellas torturas fueron hechas por la misma Institución que ahora la adorna. Que este arte ahora admirable es fruto de aquellos crímenes. Y que la inauguración el Miércoles de Ceniza, sólo pudo recordar las cenizas de aquellos sacrificados «para redimir sus pecados», en la Plaza de San Francisco o en el Prado de San Sebastián, lugares donde esas cenizas se deben estar revolviendo, a pesar de la presión de la tierra que los oculta, como ahora se pretenden ocultar estos hechos cubriendo la piedra, testigo de aquella salvajada impropia de cualquier tiempo.
Sevilla no es de José Luis Sanz, quien está dando motivos para su repudio por los sevillanos. Sevilla no es su cortijo ni él, ni ningún alcalde, su propietario. Sevilla merece respeto, el que no está teniendo con actos como este. Hay lugares en Sevilla dónde una exposición de Arte luciría mejor que bajo el nivel del río, con salas apropiadas y sin perjudicar al arte expuesto con la humedad del lugar. Pero su decisión caprichosa, su capricho de millonario les ha llevado a ignorar a todo el mundo con el fin de ocultar de la forma más burda y chabacana los crímenes de los que sólo la piedra de sus muros quedan como testigos mudos. Pero no son mudos ni el disfraz los puede enmudecer. Siempre se sabrá, siempre se recordará cuál fue la función de esos sótanos lóbregos que podrán reverdecer la relación del día en que «polvo nos convertiremos» con el polvo, la ceniza producto de la quema de personas sin más pruebas que las arrancadas a base de tortura. Porque, como decían los propios inquisidores «el potro es la prueba».
La ignominia crece varios siglos después, más de doscientos años después de haber sido abolido el ominoso tribunal. Crece cuando, sin conseguirlo, se pretende esconder aquellos crímenes. Crece cuando se relaciona esta exposición y este arte con aquella ignominia. Crece cuando se niega al Arte sacro la posibilidad de ser expuesta en un lugar acorde con la sensibilidad artística. Y recrece cuando sólo se intenta esconder la sangre de las paredes.
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Magnífica disección de la ausencia de sensibilidad!