Qué bonito es todo, si sabes mirar. Qué romántico es el mundo cuando lo cuentas desde el filtro de Instagram, con un cafelito en taza vintage, una planta medio muerta y el alquiler sin pagar. Si nos guiamos por las redes, la vida está llena de momentos mágicos: velas encendidas, gatos dormidos sobre libros y reflexiones profundas al borde del colapso nervioso. La pobreza, la precariedad, la ansiedad, el calor insoportable, todo puede parecer entrañable si le metes una frase cursi y un poco de musiquita de piano de fondo.
Hay quien cree que la romantización es una forma de resistencia. Y puede serlo. Pero también es una forma de tragar, de hacernos creer que las cosas malas no lo son tanto. Que vivir en un piso de 14 metros cuadrados es minimalismo. Que no poner la calefacción en invierno o el aire en verano es vida consciente. Que cocinar arroz blanco con huevo tres veces por semana es comida de aprovechamiento. Que lo cutre es estilo de vida. Que sobrevivir es estético. Y al final, lo feo es que acabamos agradeciendo sobrevivir.
Durante las olas de calor, mientras las temperaturas subían como si viviéramos en el interior de un horno pirolítico, aparecían los mismos mensajes de siempre: «Qué suerte tener verano», «Viva Andalucía». Todo envuelto en una nostalgia veraniega que ignora que muchas casas son trampas de calor sin escapatoria. Como si el problema fuera el ventilador, y no la factura de la luz que te hace plantearte si este mes comes o respiras fresquito. Se romantiza el calor, como se romantizó el apagón, como se romantizó la pandemia. Parece que si lo cuentas bonito, no duele. Pero dolía. Dolía no poder dormir, dolía no poder trabajar, dolía ver a los mayores encerrados en casas convertidas en hornos. Y sí, también dolía sudar como un pollo sin poder enchufar el aire.
Ahora pasa igual con la comida. Hay vídeos que prometen menús semanales por 17 euros, donde comes como una reina a base de salmón, aguacate, queso fresco batido y pan de espelta. Como si en Mercadona regalasen los ingredientes o como si todo el mundo pudiera vivir a base de eso sin que le rechinen las tripas. La pobreza no se combate con recetas milagrosas, sino con sueldos dignos, alquileres razonables y políticas públicas. Pero eso no queda tan bien en vídeo.
Y si no puedes con la subida de los precios, siempre te queda el emprendimiento. «Sé tu propio jefe», «invierte en ti», «conviértete en tu mejor versión», «gana dinero desde casa con este sencillo truco». Y ahí están, los gurús del dinero, los Llados del mundo, los criptobros en chándal de marca y sonrisa blanqueada, prometiendo libertad financiera mientras tú apenas puedes pagar la cuota de autónomos. Porque claro, la culpa es tuya. Si no eres rico, es porque no te esfuerzas. Porque no visualizas bien. Porque no has comprado el curso.
Hay que tener valor para convertir en aspiración lo que antes era un aviso. Como los pisos enanos que ahora son «espacios funcionales», «casas cápsula» u «hogares sostenibles». Que no quepa una cama no es un problema, es una oportunidad. Te hace más creativa, más minimalista, más fuerte. Al final, vivir en un zulo sin ventanas se convierte en una declaración de principios. Y si protestas, es que no sabes adaptarte. Que no has leído suficiente a Marie Kondo.
Y luego está el boom de las autocaravanas. Qué libertad, dicen. Qué maravilla despertarse en la playa o en la montaña. Lo que no dicen es que muchas veces la caravana no es una elección, sino una última opción. Que vivir sobre ruedas suena a aventura solo cuando tienes otra casa esperándote. Pero si es tu única vivienda, no es una escapada, es una emergencia habitacional con ruedas.
Romantizar la precariedad no es nuevo. Ya lo hacían antes con la «vocación» de los profesores, la «entrega» de los sanitarios, el «espíritu de sacrificio» de las madres. Pero ahora va más allá. Ahora se romantiza el desastre. Se edita la pobreza para que parezca bonita. Se vende la miseria con un filtro cálido. Se nos dice que estar jodidas es una estética. Y a fuerza de repetirlo, empezamos a creerlo.
Pero no, no hay nada bonito en no llegar a fin de mes. No hay épica en ducharse a cubos para ahorrar. No hay aprendizaje en que tu banco te robe 20 euros de comisión cada mes. No hay libertad en tener que hacer malabares para pagar el alquiler, la cuota de autónomos y la comida. No hay belleza en vivir con miedo a que una factura inesperada lo reviente todo. Lo que hay es abuso, explotación y un sistema que se sostiene a base de que tú sigas aguantando.
Y mientras tanto, la derecha se frota las manos. Porque cuanto más tiempo perdemos en agradecernos las migajas, menos tiempo tenemos para exigir el pan. Cuanto más nos enseñan a sobrevivir con estilo, menos pensamos en vivir con dignidad. Cuanto más se romantiza el desastre, más fácil es que nadie lo arregle. Porque si parece bonito, ¿quién va a querer cambiarlo?
Así que no, no todo es estética. No todo es resiliencia. No todo es aprender. Hay cosas que no deberían ser aceptables, aunque las cuentes con una sonrisa. Hay cosas que están mal, aunque las pintes de rosa. Y no se trata de amargarse, sino de ver claro. Porque la vida puede ser bonita, sí, pero no a costa de que te la cobren por partes.
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Magnífico retrato de la situación actual. Creen que con buscarle a las cosas nombres más agradables, como los mencionados en el artículo o llamar «vivienda compartida» a vivir en una sola habitación, va a mejorar nuestras condiciones. O no vamos a darnos cuenta. O nos vamos a resignar, que en definitiva es lo que buscan para seguir acumulando dinero.