Hay gobiernos que se llenan la boca hablando de salud, de prevención, de vida. Gobiernos que se ponen el lazo rosa el 19 de octubre, hacen comunicados, se hacen la foto. Y luego recortan, mienten, se ríen. Literalmente.
En Andalucía, cientos de mujeres han visto cómo sus pruebas de cribado del cáncer de mama desaparecían, se retrasaban, se extraviaban. No fue un error. No fue un malentendido. Fue una decisión política. Y esa decisión se llama violencia institucional.
Mientras la exconsejera de Salud se reía en el Parlamento, miles de mujeres esperaban una cita, un resultado, una llamada. Mientras Bonilla restaba importancia, con su tono sobreactuado de falsa calma, otras tantas se tragaban el miedo, el enfado y la incertidumbre. Porque cuando el sistema falla, no es neutro: fallar a las mujeres enfermas es dejar claro quién importa y quién no.
Lo ocurrido con los cribados no es una anécdota, ni un caso aislado que pueda resolverse con un comunicado. Es la consecuencia directa de un modelo sanitario privatizador, donde lo público se desmantela pieza a pieza mientras se externalizan servicios, se recortan plantillas, se saturan consultas y se obliga a las personas a esperar meses para una cita médica. Las mujeres no somos cifras: somos las que nos pasamos semanas llamando, las que preguntamos en el centro de salud, las que nos sentimos desamparadas cuando la mamografía no llega. Las que tenemos que pelear cada paso del camino como si pedir salud fuera pedir un favor.
Y no basta con cambiar de proveedor ni con echar balones fuera. Porque cuando se externaliza un servicio como si estuviéramos hablando de una empresa de reparto y no de un sistema público de salud, lo que se pierde no es solo eficacia: se pierde dignidad. Las mujeres no somos clientas. No estamos aquí para comparar empresas a ver cuál funciona mejor. Somos usuarias de un derecho que no se puede subcontratar ni tratar como un trámite administrativo. Lo que está en juego es la confianza. La de miles de mujeres que, después de meses de propaganda institucional sobre prevención y detección precoz, descubren que el sistema no estaba preparado. Que la promesa del cribado se esfuma en una maraña de gestión chapucera y desprecio político, dejando a muchas con la sensación de haber sido estafadas por una administración que se dice comprometida con la salud de las mujeres mientras permite estos niveles de abandono.
El PP andaluz puede repetir que ya está arreglado, que todo va bien, que las cosas están bajo control. Pero el daño está hecho, porque el tiempo perdido en una detección temprana es tiempo ganado por la enfermedad, y porque las mujeres merecemos saber si estamos sanas sin tener que cruzar los dedos mientras esperamos un SMS que, a veces, nunca llega.
Y no, no lo están haciendo mejor. Lo están maquillando. Como maquillan las listas de espera. Como maquillan la precariedad de quienes sostienen los hospitales. Como maquillan los datos para decir que todo funciona mientras las profesionales gritan que no dan más de sí y los centros de salud se caen a pedazos.
La salud pública en Andalucía está herida. Y quienes más la sufrimos somos, una vez más, las mujeres. Porque nuestras enfermedades tardan más en diagnosticarse, porque nuestros síntomas se minimizan, porque nuestros cuerpos siguen sin estudiarse lo suficiente y porque seguimos siendo invisibles para un sistema sanitario hecho por y para otros. Yo misma pedí una ecografía de mama en enero. Me la hicieron el pasado 7 de octubre. Nueve meses después. Nueve meses con historial familiar, con antecedentes, con razones de peso para estar vigilada. ¿Qué habría pasado si en ese tiempo hubiera habido algo? ¿Qué pasará con las que no insisten, con las que no tienen médico de cabecera asignado, con las que se cansan de esperar y lo dejan estar? Esto no es una excepción. Esto es lo que hay. Y cuando lo que hay se convierte en norma, hablamos de violencia.
No basta con ponerse un lazo si luego no se planta cara a quienes recortan. No basta con discursos vacíos si no se exigen responsabilidades políticas. Y no basta con repetir palabras bonitas si no se señalan con claridad las causas estructurales de este abandono. La defensa de la salud pública no puede quedarse en gestos simbólicos: exige valentía, compromiso y voluntad real de confrontar al poder cuando el poder decide recortar vidas. No vale el silencio ni la complicidad. Tampoco el cálculo. Lo que está en juego es demasiado serio como para utilizarlo como campaña.
La sanidad andaluza está sostenida por la paciencia de la gente y la profesionalidad de quienes siguen dejándose la piel en consultas colapsadas. Pero la paciencia tiene un límite. Y las profesionales también. Los recortes de personal, la sobrecarga asistencial, la falta de inversión en atención primaria y la externalización de servicios esenciales están generando un modelo donde la prevención desaparece y la desigualdad crece, donde enfermar y no tener dinero para ir por lo privado puede ser una sentencia. Y no lo digo por alarmismo: lo digo porque lo vivo, porque lo he visto, porque estoy harta.
Y, sin embargo, también está lo otro. Lo que no se puede ignorar. El domingo, las calles se llenaron. La concentración fue multitudinaria. Miles de personas, la mayoría mujeres, salimos a decir basta. Nos organizamos, nos cuidamos, nos sostenemos. Y cuando alguien toca la sanidad pública, no respondemos con resignación. Respondemos con claridad, con fuerza, con esa rabia que no nace del odio, sino del amor a lo común y a la vida digna. Porque sabemos que si no estamos nosotras, no va a estar nadie.
Las políticas públicas no pueden ser propaganda. Tienen que ser garantía. No basta con discursos vacíos ni con promesas de mejora: lo que hace falta es blindar la sanidad, reforzar la atención primaria, escuchar a las profesionales y, sobre todo, dejar de tratar a las mujeres como pacientes de segunda. La salud no es una marca institucional ni un lema de campaña: es un derecho, y cuando se vulnera, no basta con pedir disculpas, hay que asumir responsabilidades.
Hablemos claro: dejar sin cribados a miles de mujeres es violencia. Reírse de ello en sede parlamentaria es violencia. Restarle importancia desde un cargo público también lo es. Y todas esas violencias tienen nombres, apellidos y siglas. Que no se nos olvide.
Y si realmente se quiere hacer algo, que empiecen por lo básico. No necesitamos más campañas publicitarias con música de piano y sonrisas congeladas. Necesitamos refuerzos en atención primaria, inversión real en cribados, protocolos que prioricen los casos con historial, más personal especializado, más recursos para la salud mental ligada al diagnóstico y una planificación que no dependa de contratos temporales y parches a última hora. Necesitamos que cada profesional sepa que tiene un respaldo detrás, y que cada mujer sepa que será escuchada a la primera. No a la quinta. No después de mandar correos, llamar a cuatro centros y esperar nueve meses.
La salud pública no puede sostenerse en el aguante de las mujeres ni en la vocación infinita de las sanitarias. Necesita presupuesto, planificación y voluntad política. Y necesita también que sigamos alzando la voz, porque si hay algo que sí sabemos hacer es eso: sostenernos unas a otras, organizarnos y decir lo que muchos prefieren callar. Hasta que escuchen. Hasta que cumplan.
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DI QUE SI MÁS ALTO PERO NO MAS CLARO!! Soy de Canarias donde tristemente pasa exactamente lo mismo cada día todo más precario y no somos más que marionetas de su juego ..una pena que no solo se olviden de quienes les votan una vez en su cálido asiento si no que carecen de empatía básica como para intentar poner remedio a toda esta locura…