Andalucía, estás más bonita cuando sonríes

Hay días que están pensados para caer bien y otros que están hechos para molestar, y en Andalucía lo sabemos de sobra: el 28F es ese momento en el que nos recuerdan lo majos, lo simpáticos y lo agradecidos que somos, el día de las banderitas bien planchadas, de los discursos que huelen a colonia institucional, de los vídeos con dron que siempre enfocan lo mismo y de esos anuncios que de pronto descubren el acento andaluz, pero lo hacen tan forzado, tan impostado, tan aprendido a última hora, que suena más a parodia que a homenaje, consolidando esa Andalucía domesticada que solo existe en las campañas publicitarias. Pero hoy no es 28F, hoy es 4 de diciembre, y el 4D es otra cosa: es el día en el que Andalucía se viste de reivindicaciones, se sacude el polvo de la postal y nos obliga a mirar de frente lo que somos —y lo que nos están quitando— aunque a algunos les incomode reconocerlo.

El 4D nunca fue un día bonito, por mucho que ahora quieran envolverlo en épicas escolares que lo reducen a una imagen amable y desprovista de conflicto; aquel 4 de diciembre no nació para despertar orgullo en los actos institucionales, sino para sacudir de arriba abajo un país que llevaba demasiado tiempo dando por hecho que Andalucía aceptaría su papel secundario, y lo que estalló entonces no fue un gesto simbólico, sino un basta ya rotundo que dejó claro que esta tierra no era un territorio de relleno ni una región condenada a soportar lo que otros decidieran, sino un pueblo consciente de sí mismo, con memoria, con dignidad y con una voz que, una vez encontrada en las calles, no pensaba volver a guardar en un cajón.

Quizá por eso escuece tanto hoy, porque hemos vuelto a un tiempo en el que hablar de Andalucía incomoda, en el que molesta nombrar la crisis de vivienda que expulsa a la juventud, molesta señalar una sanidad pública deteriorada hasta el extremo mientras nos venden sonrisas institucionales, molesta recordar que esta tierra convertida en postal turística —siempre útil como escenario, nunca reconocida como sujeto político— lleva décadas reclamando lo mismo: igualdad real, recursos, derechos, respeto, todo eso que ni es un capricho ni una marca identitaria, sino una necesidad elemental que debería estar garantizada desde hace tanto que ya ni sorprende que tengamos que repetirlo.

Todo ese malestar tiene mucho que ver con la imagen que han construido de nosotros, una Andalucía cómoda para quien la mira desde fuera, diseñada para caer bien y para servir de decorado antes que de territorio vivo, una imagen que acaba ocultando la realidad que se respira aquí cada día, porque mientras nos enmarcan en postales luminosas y en anuncios donde el acento aparece y desaparece según convenga, la Andalucía que existe de verdad —la que sostiene un sur castigado por décadas de desigualdad y abandono— queda relegada a un segundo plano, reemplazada por un relato amable que nada tiene que ver con el que nació en las calles aquel 4D, cuando este pueblo entendió que no era folklore ni accesorio, sino sujeto político con memoria suficiente para reclamar lo suyo sin bajar la voz.

Tal vez por eso el hartazgo sea tan profundo entre la gente joven, que no se reconoce en ninguna de esas versiones edulcoradas de su propia tierra, que ve cómo su vida no aparece en los vídeos institucionales ni en los discursos grandilocuentes, y mientras se nos recuerda lo alegres, cálidos, trabajadores y acogedores que somos, hay chavales que no pueden emanciparse ni compartiendo piso con tres desconocidos, familias que destinan más del sesenta por ciento de sus ingresos al alquiler, pueblos en los que cada verano un extranjero compra tres casas seguidas dejando sin hogar a quienes nacieron allí, ciudades que pierden vida real para convertirse en parques temáticos pensados para visitantes con dinero, y una generación que observa cómo la promesa de un futuro mejor no es que llegue tarde: es que se está deshaciendo antes incluso de empezar a construirlo.

Y no es solo que la juventud andaluza esté precarizada hasta lo insoportable, sino que encima se espera de ella una simpatía constante, una especie de gratitud decorativa, como si soportar trabajos mal pagados, alquileres abusivos, transportes insuficientes y una sanidad desbordada fuera parte del carácter alegre que tanto les gusta atribuirnos, y todo mientras nuestra tierra se convierte en una oportunidad de negocio para quienes no viven aquí, para quienes vienen, invierten, especulan y se marchan, dejando atrás barrios rotos, pueblos vacíos y generaciones enteras forzadas a elegir entre marcharse o malvivir, como si el andalucismo tuviera que limitarse a celebrar lo que un día conseguimos, pero sin derecho a reclamar lo que nos están quitando ahora, y como si Andalucía siguiera siendo un territorio homogéneo, de nombres de pila previsibles, cuando hace ya mucho que nuestros patios, nuestras aulas y nuestras calles se llenaron de acentos diversos, de vidas venidas de lejos, de niñas y niños que también son andaluces aunque sus nombres no entren en las canciones de siempre, porque esta tierra, que siempre ha sido expulsada, también ha aprendido a acoger.

La sanidad pública merece un capítulo propio dentro de lo que significa el 4D hoy, porque una tierra que salió a la calle para exigir igualdad hace casi medio siglo no puede permitirse mirar hacia otro lado mientras su sistema de salud se desangra entre recortes, colapsos y silencios. Andalucía lleva años sosteniendo lo insostenible, como tantas mujeres que cuidan a todo el mundo menos a sí mismas, que sonríen cuando no pueden más, que se hacen cargo de todo sin apenas espacio para nombrar su propio dolor, y que cuando por fin alzan la voz, se les dice que exageran, que están alteradas, que será la regla o el carácter, como si no tuvieran derecho ni siquiera a quejarse. Así se trata también a esta tierra: útil cuando se la necesita, callada cuando incomoda, buena para sostener pero nunca para decidir, cargada de responsabilidades pero huérfana de derechos, y cada vez que señala que algo duele, cada vez que pide auxilio, se responde con incredulidad, con condescendencia, con campañas de propaganda que intentan tapar lo evidente. Pero por mucho que intenten silenciarlo, el deterioro está ahí: en los centros de salud sin pediatras, en las urgencias colapsadas, en las listas de espera que ya no son de semanas ni de meses, sino de vidas enteras reorganizadas alrededor de un diagnóstico que no llega.

Y cuando ese silencio estructural se traslada al cuerpo, el resultado es devastador: una tierra entera en la que los cribados del cáncer llegan tarde o no llegan, donde miles de mujeres siguen esperando una carta que no siempre llega, una cita que se aplaza indefinidamente o una prueba que se pierde en la maraña de la burocracia, como si prevenir fuera un privilegio y no un derecho, como si la salud femenina pudiera esperar, como si el cuerpo de una mujer —una vez más— tuviera que adaptarse al abandono y no al revés, y lo más grave es que esta desigualdad se ha vuelto tan estructural, tan habitual, que ya no escandaliza a nadie que los recursos lleguen a unas provincias sí y a otras no, que unas mujeres accedan a pruebas y otras queden fuera del sistema, que la posibilidad de vivir o de morir dependa del código postal, y que todo esto se silencie como si no fuera una forma más de violencia institucional, una que mata sin mancharse las manos.

Todo esto —el abandono, la desigualdad, el desprecio disfrazado de normalidad— no puede servir solo para indignarnos una vez al año, ni para recordar lo que fuimos, sino para asumir lo que todavía estamos obligadas a ser. Porque el 4 de diciembre no es una conmemoración ni un homenaje melancólico, sino una llamada a sostener el pulso político de un pueblo que ya demostró que sabía decir basta y que hoy sigue teniendo razones de sobra para hacerlo, y porque Andalucía no necesita más reconocimientos simbólicos ni campañas de autoestima con eslóganes reciclados, necesita derechos garantizados, condiciones dignas para vivir aquí sin tener que mendigar lo básico, servicios públicos que no lleguen con cuentagotas ni con excusas, empleo que no sea una lotería, vivienda que no sea una trampa, y una idea de futuro que no implique salir corriendo; el andalucismo que nos toca no es decorativo ni sentimental, es una herramienta para sobrevivir en un contexto que nos sigue empujando a la resignación, y por eso hoy no hablamos solo de lo que fuimos capaces de lograr, sino de lo que aún estamos dispuestas a defender.

Defender lo nuestro, eso dicen, pero sin molestar demasiado. Reivindiquemos, claro que sí. Pero con una sonrisa, sin levantar mucho la voz, sin olvidarnos de caer bien, que las niñas buenas no se enfadan y las que lo hacen se ponen feas, y ya se sabe que en Andalucía todo entra mejor con arte, con gracia, con compás. Pues esta vez no. Esta vez vamos a decir lo que toca, aunque no suene bonito. Aunque no les guste. Aunque no sea lo que esperaban de nosotras. Porque lo que se juega en esta tierra no es una imagen, es una vida. Y si molesta, que moleste.