Ningún año falta polémica en la concesión de los Premios Nobel. Más allá de las normales controversias sobre los merecimientos personales de investigadores y científicos en las ramas de física, química o medicina, siempre llama la atención cómo la Academia Sueca discrimina por razones políticas a grandes figuras de la literatura. Fue el caso del ruso León Tolstói (Guerra y paz, Ana Karenina), nominado en dos ocasiones y que nunca lo recibió, o del irlandés James Joyce, autor de Ulises, considerada la mejor novela escrita en inglés del pasado siglo y nominado en tres ocasiones. O de los andaluces, Federico García Lorca y Rafael Alberti, que nunca fueron ni siquiera nominados.
Sin embargo, es el premio Nobel de la Paz quien se lleva la palma. Entregado, por ejemplo, a Henry Kissinger en 1973, justo el año en que EEUU, por fin, materializó el golpe de Estado militar que tanto buscó en Chile contra el presidente socialista Allende. Tanta ha sido la polémica que ha ido arrastrando este premio, entregado por el Comité Noruego del Nobel, que un socialdemócrata y antifascista sueco, Erik Gottfrid Christian Brandt, propuso irónicamente la nominación para Adolf Hitler en 1939, justo el año que comenzó la 2ª Guerra Mundial con la invasión nazi de Polonia.
Si evocamos la palabra paz y el concepto pacifismo naturalmente nos viene a la mente el nombre de Mahatma Gandhi. El máximo defensor de la no violencia activa que sirvió de inspiración a Martin Luther King y al movimiento antirracista por los derechos civiles jamás recibió el Nobel de la Paz, a pesar de ser nominado hasta en cinco ocasiones. Una trayectoria de décadas de lucha pacífica contra el colonialismo británico en la India no fue, en absoluto, galardonada. Sin embargo, nueve meses de presidencia de EEUU de un sorprendido Barak Obama le valió el premio por sus «extraordinarios esfuerzos para fortalecer la diplomacia internacional y la cooperación entre los pueblos». A lo largo de sus dos mandatos presidenciales, el despliegue de fuerzas estadounidenses creció desde los 60 países en 2009, cuando inició su presidencia, hasta los 138 en 2016 (el 70% de los países del mundo), según los datos del Mando de Operaciones Especiales de EEUU, además de bombardear hasta siete países.
Por tanto, no nos debe extrañar, que una vez más, el Nobel de la Paz se haya enviado, de nuevo, a la inmundicia de la historia. Ningún consuelo calma la indignación, tampoco que no lo haya recibido el actual presidente norteamericano, el autocrático Trump. Tanto monta, monta tanto. Guatemala o guatepeor. Porque la señora Machado no sólo no se lo merece, si no que además hizo méritos para recibir, si existiera, el premio nobel de la guerra y el golpismo.
Su historial político así lo sostiene. Ya en 2002 fue parte del golpe de Estado militar-empresarial patrocinado por Estados Unidos contra el gobierno de Hugo Chávez. Su partido, Vente Venezuela, ha firmado acuerdos con el Likud, de Netanyahu, y ella misma le solicitó ayuda al primer ministro israelí, perseguido por la Corte Penal Internacional como genocida, para «restaurar» la democracia en Venezuela. Entre 2014 y 2017 apoyó las guarimbas violentas de la oposición con el resultado de varias personas muertas. Machado también apoyó públicamente al expresidente ultraderechista Álvaro Uribe, condenado a 12 años en Colombia.
En definitiva, el Comité Noruego del Nobel ha premiado a una golpista que ni se oculta. En cualquier lugar del mundo sería escandaloso. Pero es Venezuela y ya sabemos lo que su subsuelo alberga: las mayores reservas de petróleo del mundo. Y con Venezuela todo vale: desde amenazar con intervenciones militares hasta atacar lanchas en el mar matando inocentes, pasando por dar premios a una oposición de ultraderecha, violenta y antidemocrática, todo sea por el santo oro negro.
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Brillante.