Hubo un tiempo en que la izquierda se miraba en el pueblo. Ahora se mira en el espejo del baño, como quien se busca ojeras ideológicas. No para reconocerse. Para comprobar que aún está en el lado bueno de la historia. Aunque no mueva un dedo.
La izquierda andaluza no está rota. Está ocupada en romperse. Con mimo, con vocación de orfebre. Con la obsesión de quien ya no quiere ganar, sino tener razón. En bucle. En abstracto. Con sus congresos, sus manifiestos sellados en sangre, sus peleas por la «coherencia de línea». Como si alguien fuera a morirse por una línea.
Mientras tanto, hay 643 000 personas en Andalucía que quieren trabajar y no pueden —643 000, que se dice pronto—. Pero no te preocupes, no es una contradicción ideológica. Es «la correlación de fuerzas». Una que siempre es mala cuando hay que hacer algo, pero buenísima cuando hay que pactar un cargo.
Hubo un tiempo en que la izquierda andaluza tenía un rumbo claro: justicia, pan, tierra, libertad. Hoy parece que lo único que conserva es la nostalgia. Una nostalgia decorada con citas de Blas Infante que no se entienden, con banderas que solo ondean en actos y con discursos que suenan a consigna reciclada en bucle.
Se ha perdido buscando reflejos. Reflejos de lo que quiso ser. De lo que pudo haber sido. De lo que le gustaría parecer. Y mientras tanto, ha dejado de mirar el suelo que pisa, las manos que trabajan, los cuerpos que aguantan. Andalucía no está en los espejos. Está en la cola del ambulatorio, en el subsidio que no llega, en la tierra arrendada a precio de miseria. Y ahí no hay glamour ideológico. Ahí, como poco, lo que hay es hambre.
La izquierda andaluza necesita encontrarse. Pero no en sí misma. No en su relato. No en sus grupos de WhatsApp o sus eternos procesos internos. Necesita encontrarse en su gente. En el eco de esa Andalucía que duele, que espera, que aún resiste con una dignidad que ningún partido ha sabido representar del todo. Y para eso hace falta más que líneas ideológicas. Hace falta memoria. Hace falta Blas Infante, sí, pero no como mármol.
Porque Blas Infante no fue un santo ni una estatua. Fue un revolucionario con pluma e ideas. Un tipo incómodo. Un notario que hablaba de reforma agraria, de autogobierno, de laicismo, de dignidad. No firmaba comunicados. Decía lo que tenía que decir, soñaba con lo que había que construir. Lo mataron por hablar claro y por querer cambiarlo todo. ¿De verdad alguien cree que hoy estaría aplaudiendo nuestras miserias identitarias, nuestras peleas intestinas, nuestras asambleas interminables sobre disquisiciones lingüísticas?
No. Blas Infante nos estaría gritando en la cara. Nos estaría llamando cobardes. Nos diría que nos dejamos seducir por el lenguaje vacío, por la estética del fracaso, por la épica sin proyecto. Que convertimos el andalucismo en un souvenir, confundimos militancia con melancolía y tenemos más manifestaciones que soluciones. Más siglas que escuelas abiertas.
La izquierda andaluza necesita dejar de mirarse. Romper el espejo. Dejar de preguntarse qué quiere ser y empezar a preguntarse para qué sirve. Porque esta tierra no puede esperar otro ciclo. Ni otro congreso, ni otro proceso de confluencia con nombre de operando. Esta tierra necesita que su izquierda madure de una vez. Que se ensucie, se vuelva incómoda, tenga acento, barro, y sobre todo, coraje.
No hace falta inventar nada. Ya lo dijo él: «Andalucía no fue espiritualmente un pueblo servil. Fue creado por la Naturaleza pueblo de espíritu, señor». Y lo mataron por decirlo: carretera, tiro y a la fosa. Hoy, en cambio, nadie mata a la izquierda andaluza. Porque no da miedo, porque no molesta. Porque está entretenida organizando la próxima asamblea en la que se volverá a acordar la nada.
Yo he estado ahí. En salas llenas de egos con camisetas de protesta. En grupos que preferían hundirse con dignidad antes que ceder media frase para avanzar. En debates donde el enemigo era siempre el compañero que cuestionaba la táctica. Y sí, también me tragué el cuento de que resistir era ganar. No lo era. Era perder más lento.
Si queremos reconstruir algo, tiene que doler. Hay que hablar claro. Hay que decir que la izquierda andaluza no está a la altura de su pueblo. Que no lo ha estado en años. Que hay excepciones, claro, pero que como proyecto común estamos en la UCI. Y que si no nos revolvemos ahora, si no hacemos lo que hay que hacer —aunque no guste, aunque escueza—, entonces seremos responsables, cómplices, y herederos de nada.
Blas Infante no necesita más homenajes vacíos, más photocalls publicitarios. Necesita continuidad. No necesita flores en su tumba. Necesita acción en su nombre. Y esa acción no se construye en Twitter. Se construye en la calle. En los barrios, las cooperativas. En los huertos y los medios. En las aulas, en las plazas. En las trincheras que nadie ve.
Ya está bien de hablarnos a nosotros mismos. Ya está bien de espejos.
La izquierda andaluza necesita dejar de querer parecerse a Blas Infante.
Y empezar, por fin, a comportarse como él. Un poco.