La izquierda no se rompe. Se deja sola. Cuando eso ocurre —cuando la desconexión con la realidad pesa más que cualquier desacuerdo—, entonces sí, se parte. No en dos, ni en tres: en mil fragmentos de discurso, cada uno convencido de que tiene la razón, mientras la vida sigue cuesta arriba para millones de personas.
Esta semana ha pasado algo inusual. Un grupo de militantes, referentes, cargos públicos y personas comunes de Andalucía ha firmado un manifiesto por la unidad. Un texto imperfecto, pero útil. Valiente, sin ser temerario. Consciente de sus límites, pero también de la urgencia histórica que lo impulsa. Lo más parecido que hemos tenido en años a un mapa sobre el que volver a hablar de política con mayúsculas.
Y sin embargo, parte de lo que se ha escuchado ha sido ruido. Reacciones furiosas en redes de una minoría organizada, como si la unidad fuese un crimen o una traición. Acusaciones de herejía, llamadas a la expulsión, discursos sobre la «pureza» de la línea. Los mismos de siempre, en lo mismo de siempre.
Como si Andalucía pudiera esperar
No es un manifiesto para cuadros políticos. Es un grito desde abajo, escrito con los datos de una realidad aplastante: 643 000 personas sin trabajo. Tres millones en riesgo de pobreza. Las listas de espera sanitarias más largas del Estado. La dependencia colapsada. Los alquileres por las nubes. Y un gobierno que sonríe, firma contratos con fondos buitre y subvenciona la desigualdad con rebajas fiscales a los más ricos.
Ante eso, el manifiesto plantea diez pilares básicos: paz, servicios públicos, vivienda, feminismo, ecología, empleo, lucha contra la pobreza, defensa del medio rural, lucha contra la corrupción y profundización del autogobierno. No hay invención ni retórica hueca. Hay un horizonte. Una arquitectura política que no se agota en los partidos, sino que interpela al común de los comunes.
Y ahí está el nudo: esta propuesta no nace en una ejecutiva, ni busca colocar siglas en una lista. Nace donde se ha seguido peleando incluso cuando las estructuras abandonaron el terreno. Desde los márgenes, sí, pero también desde un tejido que ha sostenido manifestaciones, huelgas, plataformas, escuelas rurales, radios libres y locales donde aún se reparten alimentos y dignidad.
El síndrome del tweet de 280 balas
Las críticas han venido, en su mayoría, de una corriente concreta: el entorno más fanatizado de la candidatura perdedora en las últimas internas de Podemos Andalucía, una candidatura que promulgaba la pureza absoluta de la marca morada, al mismo tiempo que sus representantes más destacados —las concejalías por Sevilla y Almería— ostentan sus cargos gracias a pactos confluyentes. Personas que —curiosamente— nunca mostraron tanto celo con los recortes del Gobierno andaluz como con un manifiesto que llama a superar las fracturas. Que se rasgan las vestiduras por una foto en común, pero no por los 12 desahucios diarios; que se indigna más por una coma mal puesta o una asistencia que por una escuela cerrada en la sierra.
No es una discusión ideológica. Es una lucha de posiciones dentro de un tablero en ruinas. Y duele ver cómo quienes deberían estar tejiendo,
solo se dedican a tirar del hilo. Los discursos sobre el malmenorismo solo sirven para protegerse del fracaso propio.
«No podemos hacer esto porque la gente se confunde», «hay que esperar al momento correcto».
Como si no estuviéramos ya tarde. Como si alguien que espera atención médica desde hace 592 días tuviera tiempo para estrategias a largo plazo.
Lo repito: no falta diagnóstico. Falta coraje. Falta capacidad para renunciar a lo propio en favor de lo común.
Andalucía: bisagra que cruje, llave que abre
Lo que muchos no están viendo —o no quieren ver— es el efecto carambola que puede activar este manifiesto. Porque en el resto del Estado también se están moviendo cosas. En Cataluña, la llamada «propuesta Rufián» ha puesto sobre la mesa un frente plurinacional que, aunque desautorizado por su partido, ha tenido eco. En Euskadi, en el País Valencià, en Galicia, se barajan caminos compartidos.
Y en este plano, Andalucía no es solo otra comunidad autónoma. Es el territorio más poblado del Estado, el que ha iniciado ciclos y parado otros. Es la pieza que, si se mueve, puede desencadenar una cascada. No porque sea más importante, sino porque simboliza algo que el resto también necesita: un nuevo sentido común de la izquierda desde abajo, diverso, desacomplejado, andaluz y rebelde.
Y hay una hipótesis que ya nadie niega en voz alta: las elecciones generales y las autonómicas andaluzas podrían coincidir. Si eso ocurre, quien no llegue con algo más que un logo se queda fuera del tablero. Porque la gente vota a quien la convence, no a quien sobrevive. Porque el invierno es muy largo lejos del fuego, y eso lo saben incluso los que hoy callan.
No hay más tiempo
La izquierda se desangra no por las diferencias, sino por la arrogancia con que se ignoran los acuerdos posibles. Lo que este manifiesto pone sobre la mesa es algo muy simple: una tregua. Un punto de encuentro. Una casa en ruinas que aún puede tener cimientos.
Podemos elegir mirar a otro lado, seguir jugando al ciclo largo, aferrarnos a liderazgos sin comunidad, o pensar que aún hay tiempo. O podemos reconocer que el pueblo andaluz ya no espera. Que necesita una herramienta. Que merece un frente amplio, valiente, transformador. No otro logo. No otra guerra. No otra renuncia.
El manifiesto no lo dice todo. Pero sí dice algo que hacía falta escuchar: que la unidad no es una opción, es una obligación.
Y quien no esté a la altura, que no se atreva a hablar de Blas Infante, ni de Andalucía.
Y menos aún, de las andaluzas, y por las andaluzas. Sabemos pensar, sabemos elegir. Y elegiremos.