El siguiente es el primero de una serie de artículos sobre la amenaza invisible que fluye por nuestras aguas, se filtra a nuestros campos y se incrusta en alimentos: las PFAS, microplásticos eternos que contaminan silenciosamente. Una amenaza invisiblecon efectos a largo plazo que se encuentra, ya, en nuestra sangre.
En plena crisis hídrica, Andalucía convive con un problema silencioso que apenas empieza a salir a la luz pública: los PFAS, siglas de sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas, conocidas como «contaminantes eternos». Su apodo no es exagerado: se trata de compuestos químicos diseñados para resistirlo casi todo y que, precisamente por esa estabilidad, permanecen décadas en el agua, los suelos y los organismos vivos. Mientras un 29 % de las depuradoras andaluzas siguen vertiendo aguas sin un tratamiento adecuado, la Unión Europea y España han activado nuevas reglas para medir y limitar los PFAS en el agua de consumo. La pregunta ya no es si existen, sino cuánto hay, dónde están y cómo nos afectan en nuestra vida diaria.
Los PFAS forman una familia inmensa, con miles de moléculas diferentes creadas desde mediados del siglo XX. Todas ellas comparten un rasgo químico que las hace singulares: los enlaces carbono-flúor, tan estables que resultan casi imposibles de romper. Esa resistencia a la degradación les otorga ventajas técnicas que la industria ha sabido explotar durante décadas: repelen el agua y la grasa, aguantan el calor, resisten la corrosión. Sin embargo, la cara oculta es igual de contundente: una vez liberados al entorno, los PFAS persisten y viajan con facilidad a través del agua.
Los PFAS nacen en la química del flúor de mediados del siglo XX. En 1938, Roy J. Plunkett descubre por accidente el PTFE (Teflón) en DuPont; poco después, 3M desarrolla familias como los sulfonatos (PFOS) y los ácidos perfluoroalquilo (PFOA). Su rasgo común —el enlace Carbono-Flúor (C-F), de enorme estabilidad— los convierte en materiales «milagro».
Para no perderse en este vocabulario, conviene aclarar algunos términos: PFOS y PFOA son compuestos históricos ya restringidos, pero que siguen apareciendo en controles ambientales; PFHxS y PFNA son otras moléculas relevantes en la vigilancia de agua; AFFF son las espumas antiincendios fluoradas en retirada; y el TFA, ya mencionado, representa el desafío más extremo por su movilidad.
El boom posbélico dispara su uso: recubrimientos antiadherentes, textiles impermeables, papeles y envases grasos, sellantes y, desde los años 60, espumas contra incendios (AFFF) en aeropuertos y bases. La industria abraza su resistencia al calor, a la grasa y al agua; su persistencia ambiental y movilidad quedan en segundo plano.
Algunas preguntas sobre los PFAS
¿Qué significa que sean contaminantes eternos?
Significa que no se degradan de forma natural en tiempos humanos. Pueden permanecer durante décadas en agua, suelos y organismos vivos, viajando a través de ríos y acuíferos.
¿Existen PFAS seguros?
Algunos polímeros de gran tamaño parecen tener menor riesgo de exposición directa, pero la tendencia científica y regulatoria es tratar a toda la clase de PFAS como un grupo problemático debido a su persistencia y movilidad.
¿Puedo usar agua embotellada como alternativa?
El agua embotellada no es garantía de ausencia de PFAS. Algunos estudios han detectado su presencia también en botellas de plástico y vidrio. Lo más eficaz es contar con controles oficiales y sistemas de tratamiento en el suministro público.
¿Qué alimentos tienen más riesgo de contener PFAS?
Principalmente los pescados y mariscos de zonas contaminadas, los huevos y lácteos de granjas cercanas a suelos fertilizados con lodos, y alimentos en contacto con envases grasos tratados con recubrimientos.
¿Hay municipios andaluces con datos públicos ya disponibles?
Sí, aunque de forma desigual. Algunas confederaciones hidrográficas han empezado a publicar resultados, pero todavía no existe un mapa completo y actualizado. La normativa 2024–2027 obligará a extender la vigilancia y la transparencia.
¿Se puede eliminar completamente el problema?
Eliminarlo por completo es difícil debido a la persistencia y movilidad de los PFAS. Sin embargo, es posible reducir la exposición con tecnología avanzada, regulación estricta y sustitución progresiva de usos no esenciales.
Las alarmas llegan entre los 70 y los 90: se detectan PFAS en sangre de trabajadores, fauna y población general. A finales de los 90, 3M presenta datos de biomonitorización y en 2000 anuncia la retirada progresiva de PFOS; en paralelo, los litigios por PFOA (caso Parkersburg) destapan efectos sanitarios y contaminación de acuíferos.
La sustitución posterior cambia C8 por cadenas cortas y alternativas como GenX: ayudan a bajar ciertas concentraciones, pero no resuelven la persistencia ni la movilidad en el agua. De ahí el giro regulatorio: pasar de caso por caso a tratar los PFAS como clase, fijar límites en agua de consumo y restringir usos como las AFFF. Así llegamos al presente: un legado histórico amplio y un problema que ya no puede ignorarse.
El uso de estas moléculas es tan amplio que resulta difícil imaginar una vida moderna sin ellos. Están en las sartenes antiadherentes, en los textiles impermeables o anti-manchas, en envases de comida rápida, en algunos cosméticos, en espumas contra incendios (AFFF) y en aplicaciones de alta tecnología como los semiconductores. No todos los PFAS son iguales: existen polímeros grandes y estables, compuestos de cadena larga asociados a toxicidad, y variantes de cadena corta que se pensaron más seguras pero que resultan mucho más móviles. La tendencia regulatoria es clara: ya no se mira compuesto por compuesto, sino a la clase completa, porque su persistencia y movilidad plantean un problema colectivo.
El apodo de «contaminantes eternos» refleja dos características clave: su persistencia y su movilidad. Persisten porque no se degradan en condiciones ambientales normales. Movilizan porque viajan con facilidad en el agua, atravesando ríos, embalses, acuíferos y redes de distribución.
En el plano de la salud, distintos estudios han asociado la exposición crónica a ciertos PFAS con alteraciones de la tiroides, del metabolismo de lípidos, con la disminución de la respuesta del sistema inmune e incluso con un mayor riesgo de algunos tipos de cáncer. No todas las moléculas tienen el mismo peso en la toxicidad, pero el patrón es preocupante: tienden a acumularse en el organismo y a mantenerse durante años.
En el medio ambiente, los PFAS se han detectado en peces, aves y mamíferos de todo el mundo, incluidas especies de regiones remotas donde nunca se fabricaron. Su capacidad para bioacumularse y biomagnificarse significa que lo que empieza como una concentración baja en el agua acaba subiendo en la cadena alimentaria. Un caso especialmente llamativo es el TFA (ácido trifluoroacético), un subproducto tan pequeño y soluble que atraviesa los tratamientos convencionales de agua y aparece tanto en aguas superficiales como subterráneas.
Los PFAS no aparecen por arte de magia en el grifo. Se diseñan en laboratorios, se producen en plantas industriales, se incorporan a productos de consumo y finalmente se liberan al entorno durante su uso o cuando se desechan. Cada una de esas fases representa un punto de fuga.
En la fabricación, sectores como las curtidurías, los galvanizados, el metalizado de plásticos o la producción de fluoropolímeros son focos históricos. En el uso intensivo destacan los aeropuertos, las bases militares y los parques de bomberos, donde las espumas contra incendios AFFF se aplicaron durante décadas. También hay pequeñas aportaciones desde talleres, lavanderías industriales y procesos de limpieza técnica. En el consumo doméstico, los textiles tratados con repelentes, la cosmética resistente al agua y los envases alimentarios contribuyen a la dispersión. Y al final de su vida útil, los productos con PFAS acaban en vertederos, incineradoras o se transforman en lodos de depuradora que, en ocasiones, se aplican en suelos agrícolas como fertilizantes.

El agua es la ruta principal. Los vertidos industriales y urbanos, sumados a la escorrentía y a la infiltración desde suelos contaminados, acaban llevando los PFAS a ríos y acuíferos. Las estaciones depuradoras de aguas residuales (EDAR) no están diseñadas para eliminarlos: reducen materia orgánica y patógenos, pero dejan pasar casi intactas estas moléculas fluoradas.
El aire también juega su papel. Las emisiones puntuales y las partículas con compuestos fluorados se depositan sobre suelos y aguas tras la lluvia. En cuanto a los residuos, los lixiviados de vertederos y los rechazos de tratamientos avanzados (es decir, aquello que no puede reciclarse y se desecha), si no se gestionan correctamente, pueden reintroducir PFAS en el ciclo del agua.
La exposición de la ciudadanía a los PFAS ocurre sobre todo a través del agua de consumo urbano. Si la captación de un municipio está aguas abajo de un foco contaminante, el agua puede contener concentraciones medibles de PFAS. Los tratamientos convencionales —cloración, filtración, decantación— no sirven para eliminarlos. Hacen falta tecnologías específicas como carbón activado granular bien optimizado, resinas de intercambio iónico u ósmosis inversa.
Los alimentos son otra vía. El pescado y marisco de zonas afectadas, los huevos y lácteos de granjas próximas a suelos fertilizados con lodos contaminados y los envases grasos tratados con recubrimientos son vías confirmadas de ingesta. En interiores, el polvo de viviendas y los textiles tratados aportan pequeñas dosis que, sumadas en el tiempo, también contribuyen a la exposición total.
(subir) Para no perderse en este vocabulario, conviene aclarar algunos términos: PFOS y PFOA son compuestos históricos ya restringidos, pero que siguen apareciendo en controles ambientales; PFHxS y PFNA son otras moléculas relevantes en la vigilancia de agua; AFFF son las espumas antiincendios fluoradas en retirada; y el TFA, ya mencionado, representa el desafío más extremo por su movilidad.
La historia de los PFAS es también un recordatorio de cómo un problema local puede transformarse en un fenómeno planetario. Desde que comenzaron a fabricarse en los años cincuenta, estos compuestos se han dispersado de forma tan amplia que hoy se detectan en casi cualquier rincón del planeta. Estudios científicos han encontrado PFAS en osos polares del Ártico, en aves migratorias que recorren miles de kilómetros y en peces de aguas profundas donde no existe actividad industrial cercana. Su persistencia hace que, aunque la producción se concentre en ciertas regiones, la huella química se reparta sin fronteras.
En Europa, la preocupación ha crecido en paralelo a la evidencia científica. Países como Dinamarca, Suecia, Noruega y Alemania han liderado los esfuerzos por restringir el uso de PFAS, especialmente en productos de consumo cotidiano y en aplicaciones como las espumas contra incendios. La Unión Europea, dentro de la Estrategia de Sustancias Químicas para la Sostenibilidad, se ha fijado el objetivo de eliminar los usos no esenciales de PFAS antes de 2030. Esto significa que solo se permitirán en sectores donde no exista una alternativa viable y donde su papel sea crítico, como ciertos procesos médicos o tecnológicos avanzados.
Uno de los pasos más importantes ha sido la incorporación de límites estrictos en el agua de consumo. A partir de 2024, la legislación europea obliga a los Estados miembros a medir un grupo de PFAS clave, incluyendo PFOA, PFOS, PFHxS y PFNA, con valores límite muy reducidos. Además, establece un parámetro combinado para la suma de todos los PFAS, lo que implica un cambio de paradigma: ya no basta con vigilar moléculas individuales, sino que se trata de controlar la clase completa.

En España, la preocupación por los PFAS se ha acelerado en los últimos años. Hasta hace poco, el tema estaba limitado a estudios científicos y a debates especializados, pero la nueva normativa de aguas de consumo ha puesto el asunto en la agenda pública. Desde 2023, las empresas suministradoras y las autoridades locales están obligadas a realizar controles específicos de PFAS, primero en grandes núcleos urbanos y gradualmente en todos los municipios.
Andalucía se enfrenta a un escenario especialmente delicado. Por un lado, la comunidad arrastra un déficit histórico en depuración: un 29 % de las estaciones depuradoras (EDAR) todavía no cumplen con la normativa básica, lo que significa que muchos vertidos llegan a ríos y costas sin tratamiento adecuado. Por otro, el estrés hídrico obliga a reutilizar aguas residuales en agricultura e incluso a considerar su incorporación a abastecimientos urbanos en el futuro. Si esas aguas contienen PFAS, el problema se multiplica.
Los primeros datos disponibles muestran la presencia de PFAS en distintos puntos de la geografía andaluza, aunque el panorama está lejos de ser completo. Algunas confederaciones hidrográficas y laboratorios de referencia han comenzado a detectar compuestos como PFOS o PFOA en aguas superficiales y subterráneas, especialmente en zonas con actividad industrial o con presencia de aeropuertos y bases militares. Sin embargo, la ausencia de series históricas hace difícil estimar la magnitud real del problema.
Este vacío de información representa un riesgo añadido. Los PFAS no generan olor, sabor ni color en el agua. La población no tiene manera de percibir su presencia sin análisis específicos, y los tratamientos convencionales de potabilización no los eliminan. La única manera de garantizar un consumo seguro es contar con datos abiertos, planes de vigilancia sistemática y tecnologías adaptadas.
Eliminar PFAS del agua es técnicamente posible, pero costoso y complejo. Los tres métodos más efectivos son el carbón activado granular, las resinas de intercambio iónico y la ósmosis inversa.
El carbón activado granular funciona reteniendo los compuestos en sus poros microscópicos. Su eficacia depende de la longitud de cadena del PFAS: resulta bastante eficaz para los de cadena larga, pero mucho menos para los de cadena corta, que son más móviles y se escapan con facilidad. Además, requiere un mantenimiento frecuente, ya que los filtros se saturan rápido y deben regenerarse o reemplazarse.
Las resinas de intercambio iónico actúan como imanes químicos que atrapan los PFAS en lugar de otras moléculas. Pueden ser muy efectivas, pero también necesitan regeneración periódica y un control cuidadoso para evitar que el proceso se convierta en una fuente secundaria de contaminación.
La ósmosis inversa, que fuerza el agua a pasar por membranas semipermeables, es el método más eficaz y universal. Elimina tanto PFAS de cadena larga como corta, junto con muchos otros contaminantes. Sin embargo, su aplicación a gran escala plantea problemas energéticos, económicos y de gestión de los rechazos (explicar): el concentrado de contaminantes debe ser tratado y almacenado de forma segura, no simplemente devuelto al medio.
Más allá de estas tecnologías, la investigación científica explora soluciones emergentes. Desde procesos de oxidación avanzada que buscan romper los enlaces carbono-flúor, hasta técnicas biológicas experimentales. A día de hoy, ninguna de estas alternativas está lista para un despliegue masivo, pero representan una ventana de esperanza a medio plazo.

El debate público sobre los PFAS está rodeado de ideas equivocadas que conviene desmontar. Una de las más comunes es pensar que «si el agua sabe bien, está limpia». El sabor, olor y color no son indicadores fiables para detectar PFAS, porque se trata de moléculas invisibles al paladar humano. Un agua perfectamente cristalina puede contener concentraciones significativas de estos contaminantes.
Otro malentendido frecuente es que «cualquier filtro doméstico elimina los PFAS». La realidad es que la mayoría de filtros comerciales —los de jarra o los de grifo más básicos— apenas tienen impacto. Solo sistemas específicos de ósmosis inversa o de carbón activado granular de alta calidad, con mantenimiento riguroso, pueden reducir de forma notable los niveles en el agua de consumo.
También circula la idea de que «como ya no se usa el teflón antiguo, el problema desapareció». Es cierto que el PFOA, asociado a la fabricación del teflón clásico, fue eliminado en muchos países. Pero los sustitutos que se han introducido, como PFAS de cadena corta, no son necesariamente más seguros. De hecho, resultan más persistentes en el ciclo del agua y más difíciles de eliminar. Por tanto, el problema no ha desaparecido: simplemente ha cambiado de forma.
La magnitud del problema de los PFAS puede parecer abrumadora, pero existen formas de actuar tanto a nivel individual como colectivo. Lo primero es la información. Cada persona tiene derecho a conocer la calidad del agua que bebe, y en los próximos años los municipios deberán publicar los resultados de sus análisis de PFAS. Consultar los informes de tu ayuntamiento o de la empresa suministradora será un paso básico. Allí donde no existan datos, la presión ciudadana puede acelerar la transparencia.
En el ámbito doméstico, aunque no sea posible eliminar completamente la exposición, sí se pueden reducir ciertos riesgos. Usar menos productos repelentes al agua o a las manchas, optar por envases reutilizables en lugar de envases grasos desechables, y mantener filtros de agua domésticos de buena calidad pueden marcar diferencias. No se trata de caer en el alarmismo, sino de reducir la exposición acumulativa.
A nivel colectivo, la presión social es clave. La experiencia de otros países muestra que las comunidades que se organizan, reclaman estudios y exigen mejoras en las depuradoras logran resultados más rápidos. La transparencia institucional, los datos abiertos y la planificación a largo plazo son las herramientas que permitirán a Andalucía afrontar este desafío.
El caso de los PFAS condensa una pregunta incómoda: ¿qué precio pagamos por materiales que resisten a todo? Durante décadas, la industria celebró la estabilidad de estos compuestos sin detenerse demasiado en las consecuencias de su dispersión. Hoy sabemos que esa misma estabilidad los convierte en una amenaza persistente para nuestra salud y nuestros ecosistemas.
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Región 175898_d69fb8-0e> |
Límite en partes por millón (ppm) 175898_2f0a09-56> |
Equivalente en µg/L 175898_01ba7e-8b> |
Comentario 175898_23c4eb-37> |
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EEUU (viejo) 175898_80df0c-cb> |
1 ppm 175898_d6d324-8a> |
1000 µg/L 175898_c28f8f-c0> |
Obsoleto 175898_323543-70> |
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EEUU (nuevo) 175898_375d74-31> |
0,000004 ppm 175898_0500b7-90> |
0,04 µg/L 175898_ca398f-e9> |
Nuevo 175898_ef1682-ca> |
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España / EU 175898_65f0dd-c6> |
0,0001 ppm 175898_66269c-c8> |
0,10 µg/L 175898_31bcc2-78> |
Más permisivo 175898_83dcf5-51> |
¿Cuánto es «mucho»?
En los años 90, Estados Unidos permitía hasta 1.000 veces más PFAS en el agua que hoy. Europa ha fijado un límite de 0,10 µg/L. Pero EE.UU. ya ha bajado su umbral a 0,04. En esta guerra contra los contaminantes eternos, las cifras importan… y pueden marcar la diferencia entre estar contaminado o estar enfermo.
En Andalucía, donde cada gota de agua cuenta, el reto se multiplica. La combinación de estrés hídrico, déficits en depuración y reutilización creciente de aguas obliga a mirar de frente el problema. No es un asunto de ciencia ficción ni un riesgo lejano: ya está en el agua que bebemos, en los suelos que cultivamos y en los alimentos que consumimos.
Pero no todo es negativo. La entrada en vigor de la nueva normativa europea y española entre 2024 y 2027 abre una oportunidad histórica. Por primera vez, se medirán los PFAS de forma sistemática en el agua de consumo. Por primera vez, habrá límites claros y la obligación de actuar si se superan. Y por primera vez, la ciudadanía tendrá datos con los que exigir soluciones reales.
El futuro no está escrito. Andalucía puede quedarse rezagada, atrapada entre déficits de infraestructuras y falta de transparencia, o puede situarse a la vanguardia con planificación, inversión y ciencia aplicada. El debate sobre los PFAS no es teórico ni exagerado: es un asunto técnico, sanitario y político. Y, sobre todo, es una oportunidad para repensar cómo queremos gestionar un recurso tan vital como el agua en un territorio que no puede permitirse perder ni una sola gota.
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