La Administración de Donald Trump ha formalizado un giro profundo en la política exterior de Estados Unidos al adoptar una estrategia basada en esferas de influencia regionales y en la reafirmación explícita de la doctrina Monroe como principio rector de su acción internacional. Así lo recoge la nueva Estrategia de Seguridad Nacional publicada este mes por la Casa Blanca, un documento que marca la ruptura definitiva con el consenso bipartidista que ha sostenido el orden internacional liberal desde el final de la Guerra Fría.
El informe renuncia de forma expresa al papel de Estados Unidos como garante de un sistema global basado en normas comunes, comercio multilateral y marcos jurídicos compartidos. En su lugar, plantea un mundo fragmentado en zonas de control, donde las grandes potencias actúan unilateralmente para asegurar sus intereses estratégicos, económicos y de seguridad.
En ese marco, la Casa Blanca sostiene que Estados Unidos no asumirá indefinidamente «cargas globales» que no estén directamente vinculadas a su interés nacional y exige a sus aliados, especialmente en el seno de la OTAN, un mayor esfuerzo presupuestario en defensa. El documento denuncia el globalismo, cuestiona el libre comercio, reduce la legitimidad de la ayuda exterior y rechaza las políticas de construcción institucional en terceros países.
El elemento central del nuevo planteamiento es la promesa de «reafirmar y hacer cumplir la doctrina Monroe para restaurar la preeminencia estadounidense». Aunque históricamente invocada de forma retórica, esta doctrina —formulada en 1823 para advertir a las potencias europeas contra nuevas colonizaciones en el hemisferio occidental— adquiere ahora un papel operativo dentro de la estrategia de seguridad estadounidense.
Durante los últimos meses, esta orientación se ha traducido en un aumento de la actividad política, militar y de inteligencia de Estados Unidos en América Latina y el Caribe. Según diversas actuaciones reconocidas por el propio Gobierno, Washington ha intensificado su presión sobre gobiernos de la región, ha incrementado su presencia militar en el Caribe, ha intervenido en disputas relacionadas con el Canal de Panamá, ha amenazado con sanciones y acciones directas a países como Venezuela, Cuba y Nicaragua, y ha llevado a cabo operaciones letales en el marco de la lucha contra el narcotráfico.
El secretario de Estado, Marco Rubio, ha defendido públicamente esta línea de actuación señalando que una política de “Estados Unidos primero” comienza necesariamente por el control del propio hemisferio. La Estrategia de Seguridad Nacional identifica a América Latina no como un espacio de cooperación regional, sino como un teatro de rivalidad global, clave para el acceso a recursos, el aseguramiento de cadenas de suministro, la contención de la influencia china y el control migratorio.
Históricamente, la doctrina Monroe ha sido utilizada como justificación para intervenciones militares, golpes de Estado y ocupaciones en América Latina, hasta el punto de que, a finales del siglo XIX, el término «monroísmo» se consolidó en la región como sinónimo de intervencionismo estadounidense. Durante el periodo de entreguerras del siglo XX, este principio fue invocado por sectores nacionalistas estadounidenses para rechazar la participación en la Sociedad de Naciones y, posteriormente, reinterpretado por otras potencias como argumento para legitimar sus propias zonas de influencia.
Japón apeló a una «doctrina Monroe asiática» tras la invasión de Manchuria en 1931; el Reino Unido habló de una versión británica para sostener su imperio; y la Alemania nazi utilizó el precedente estadounidense para justificar su expansión territorial en Europa. En ese contexto, la reivindicación de esferas de influencia fue uno de los elementos que precedieron al estallido de la Segunda Guerra Mundial.
La reactivación explícita de este enfoque por parte de la Administración Trump se produce en un escenario internacional marcado por la guerra en Ucrania, la rivalidad estratégica entre Estados Unidos y China, la creciente militarización del Pacífico y la erosión de los mecanismos multilaterales de resolución de conflictos. La estrategia estadounidense asume la posibilidad de responder de forma unilateral a amenazas percibidas no solo en el hemisferio occidental, sino en cualquier punto del planeta, sin someterse a marcos jurídicos externos ni a compromisos multilaterales vinculantes.
Diversos analistas advierten de que este modelo, basado en la competencia permanente entre potencias y en la ausencia de reglas compartidas, incrementa el riesgo de confrontaciones directas y de escaladas militares no controladas. El propio secretario general de la OTAN, Mark Rutte, ha señalado recientemente que las sociedades occidentales deben prepararse para escenarios de guerra de gran escala similares a los vividos en la primera mitad del siglo XX.
La Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos consolida así un cambio estructural en el orden internacional, sustituyendo el marco liberal multilateral por un sistema de equilibrio de poder entre bloques, con América Latina situada nuevamente en el centro de la disputa geopolítica global.
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