Hay días en los que el humilde salón de actos de una biblioteca pública —la José Saramago—, puede convertirse en el lugar donde se quiebra un país. No hace falta un parlamento ni una tribuna de mármol. Basta con cuatro mujeres, sus cuerpos marcados por la enfermedad, y una comunidad dispuesta —por fin— a escuchar. Así ocurrió en Mairena del Aljarafe, donde un encuentro convocado por el círculo local de Podemos, dentro de su programa Ágora callejera y conducido por su portavoz municipal, Pedro Sáiz, acabó siendo algo más grande que una simple charla: fue un espejo, un puñetazo en la mesa, una herida abierta de la sanidad andaluza y de la vida de miles de mujeres que, entre diagnósticos tardíos y burocracias crueles, gritan para no desaparecer.
La mesa estaba ocupada por ellas: Ángela, María José, Chari e Inés. No eran expertas convocadas por un ministerio, ni académicas invitadas a un simposio. Eran algo más importante: eran las protagonistas de una tragedia política convertida en lucha colectiva. Eran la prueba viviente —con cicatrices, prótesis, informes perdidos y miedo— de lo que sucede cuando un sistema sanitario deja de ser un derecho y se convierte en un negocio.
Y junto a ellas, acompañándolas, una asociación entera y una plataforma de activismo: Amama, treinta y un años sosteniendo a mujeres con cáncer de mama. Treinta y un años viendo los fallos del sistema, acompañando a las que recaen, guiando a las que empiezan, enterrando a las que se van. Treinta y un años siendo necesarias donde el Estado ya no llega. Junto a Amama, Marea Blanca.
Ayer, en Mairena, la política se volvió humana y la humanidad se volvió urgente.


Cuando el Estado abandona, hablan las mujeres
La tarde comenzó con intervenciones institucionales breves, casi simbólicas. Pedro Delgado, edil de Salud Comunitaria, habló del papel de los cuidados y del ensañamiento de un sistema que criminaliza a quienes denuncian sus fallos. Laura Pérez, concejala de Igualdad, lanzó una pregunta que retumbó durante toda la sesión:
¿Qué tiene que ver el desmantelamiento de la sanidad pública con la desigualdad de género?
La respuesta apareció sola, entre las líneas de las historias que vendrían después. No hacía falta teoría feminista para entenderlo. Bastaba con escuchar.
Porque el cáncer de mama, recordaba Laura, es la primera causa de muerte por tumores en mujeres en Andalucía. Y porque cuando la administración falla, cuando un sistema de cribados se desmorona, cuando la sanidad pública se adelgaza para que engorde la privada, las que mueren —literalmente— son ellas.
Violencia institucional. Violencia médica. Violencia burocrática. Violence de género, aunque algunos se nieguen a pronunciarlo.
Y tras ese preámbulo, llegó lo que todos esperaban. La verdad cruda. La verdad sin adornos. La verdad que ha sido intentada tapar con comunicados fríos, excusas técnicas y acusaciones políticas.
La verdad que solo pueden contar quienes la han sufrido en la piel.

Inés: la genealogía del derrumbe
Cuando Inés Bonilla, de Marea Blanca, tomó la palabra, la sala se inclinó hacia delante. No era la primera vez que hablaba en público, pero sí una de las pocas veces en que podía hacerlo sin prisa, sin límite, sin periodista que corte, sin consejero que mire hacia otro lado.
Inés habló con la calma de quien ha dedicado años a mirar los engranajes rotos de la sanidad pública. Lo hizo con precisión quirúrgica, como quien disecciona un cadáver aún tibio.
Recordó el origen: los ambulatorios antiguos, la llegada de la Ley General de Sanidad de Ernest Lluch, la universalidad conquistada, la dignidad de una atención primaria que nació para salvar vidas. Y luego, el declive: la privatización silenciosa, la entrada de los fondos de inversión, la deriva hacia un modelo dual que se vende como modernidad pero se traduce en muerte.
«Cuando más dinero se mete en la privada, más aumenta la mortalidad», dijo, citando un estudio de Oxford. Lo dijo despacio, para que nadie pudiera hacerse el sordo. En sus palabras había años de hablar con vecinas en los puntos de información de Marea Blanca, de escuchar quejas, de ver listas de espera que ya no se miden en meses sino en desesperación. Había indignación contenida, pero sobre todo había lucidez.
Inés narró el mecanismo perfecto de la privatización: derivaciones, desaparición de la subasta de medicamentos, fuga de profesionales exhaustos, hospitales públicos sin mantenimiento, una marea de recursos que se escurren como agua de un cubo agujereado.
Y entonces llegó la frase que hizo que algunas personas enderezaran la espalda:
«El ejemplo de Amama no es un accidente. Es la consecuencia lógica del recorte y de la privatización. Y lo que ha pasado en los cribados es una vergüenza que debería hacer dimitir a todo un gobierno». La sala aplaudió. Pero el aplauso duró poco, porque lo que venía después iba a doler.

Ángela: cuando el dolor se convierte en resistencia
Ángela Claverol no necesitó notas. Llevaba la historia metida en el cuerpo. Las televisiones la habían mostrado en titulares, en cortes rápidos. Pero lo que dijo ese día fue otra cosa. Fue un testimonio desgarrado y al mismo tiempo una arenga. Contó cómo desde 2021 Amama llevaba advirtiendo que los cribados estaban fallando. Cómo se habían reunido con varios consejeros: con Aguirre, con Catalina, con Rocío. Cómo habían pedido que se restablecieran los tratamientos oncológicos suspendidos durante el COVID. Cómo habían suplicado pasillos seguros para las mujeres inmunodeprimidas. Cómo miles firmaron peticiones que la Junta ignoró una y otra vez.
Ángela relató —sin artificios— que desde antes de que estallara el escándalo ya sabían que había retrasos mortales en las revisiones. Que muchas mujeres habían muerto sin siquiera aparecer en ninguna estadística. Que los registros médicos desaparecían misteriosamente de la plataforma Diraya.
Y luego llegó la avalancha.
La Cadena SER publicó un reportaje. Amama recibió cuatro mil llamadas. Cuatro mil mujeres preguntando si su cáncer podía haberse detectado antes. Cuatro mil sospechas. Cuatro mil historias de miedo.
Doscientas cincuenta de esas mujeres ya tenían confirmación: habían desarrollado cáncer por retrasos en los cribados. Y otras doscientas más estaban pendientes de diagnóstico. Y seguían llegando. Cada día. Cada mañana. Cada llamada un terremoto.
Ángela habló de amenazas, de insultos, de intentos de desacreditarlas. Del consejero que quiso «tender la mano» solo para después acusarlas de mentir. De cómo las habían tratado como enemigas del sistema en lugar de aliadas para salvar vidas.
Y habló del dolor. El de su propio cáncer: 42 quimioterapias, un ictus, un infarto, dos trombos. Y aún así, allí estaba. De pie. Firme.
«No somos débiles», dijo. «Somos inmortales».
La sala se vino abajo en aplausos, pero Ángela no sonreía. Estaba enfadada. Con razón.
«No entiendo por qué nos callamos. No entiendo cómo aceptamos esta mierda de sanidad. No entiendo en qué momento dejamos de protestar».
Su discurso fue una bofetada a la conciencia colectiva. No solo a la administración, sino también a la ciudadanía. Porque la negligencia mata, pero la indiferencia también.

Chari: el miedo con nombre propio
Cuando Chari comenzó a hablar, su voz era suave, temblorosa.
No tenía la contundencia discursiva de su hermana Inés ni el arrebato eléctrico de Ángela. Tenía algo más profundo: el testimonio desnudo de quien estuvo a punto de no contarlo.
El 23 de mayo de 2023, el día en que cumplía 50 años, le hicieron la mamografía del programa de cribado. Siete meses después, nadie le había dicho nada.
Fue ella, por instinto, por azar, quien pidió el resultado durante otra consulta. «Está pendiente de ecografía», le dijeron. Como quien dice que falta un papel.
La ecografía reveló lo que su cuerpo no había notado aún: un cáncer.
Chari habló del miedo, de la operación, de la radioterapia, de los efectos secundarios que te acompañan siempre. Habló de su madre, fallecida, como si aún la sintiera cerca. Habló del dolor emocional que no se cura con una pastilla.
Pero habló, sobre todo, de las que ya no podían hacerlo: «Yo he tenido suerte. Hay muchas que se han quedado en el camino».
La sala guardó silencio. Un silencio denso, incómodo, necesario. Porque lo que había fallado en su caso no era una máquina, era un sistema entero.

María José: el desgarro de escuchar a otras morir
Si la voz de Chari era temblor, la de María José era un nudo en la garganta. Vivía en carne propia lo que significaba recaer en el cáncer y depender de un sistema saturado. Pero además, era una de las voluntarias que cogía el teléfono en la sede de Amama.
Había atendido cientos de llamadas de mujeres. Y también de maridos, hermanas, hijos… Había escuchado el llanto de familias enteras que querían comprobar si la muerte de su madre, de su esposa, de su hermana… había sido evitable.
«Eso nos ha destrozado», dijo, y todas asentían con la verdad grabada en la piel, pero también en el alma. Relató la angustia de las que sabían que su revisión había llegado tarde. La sensación de que el reloj biológico avanzaba más rápido que el administrativo. La culpa que muchas cargaban sin tenerla. El miedo a que una demora de meses significara años menos de vida.
Y relató, también, la pobreza.
Porque tener cáncer en España es caro. Caro en medicamentos. Caro en cremas. Caro en pelucas. Caro en transporte. Caro cuando eres pobre, y más caro cuando eres pobre y mujer.

El desgarro compartido: cuando la realidad se vuelve insoportable
A medida que avanzaba el acto, la sala dejó de ser un auditorio y se transformó en un espacio ritual. Había algo de duelo en el ambiente, pero también de insurrección. Las palabras de María José —quebradas, ásperas, cargadas de verdad— habían actuado como un espejo brutal para todas las personas presentes.
Allí nadie podía refugiarse en estadísticas ni en discursos huecos.
Allí no hablaban porcentajes: hablaban mujeres vivas, y también las muertas a través de sus familias.
La escena más dolorosa llegó cuando relataron lo que suponía atender a familiares que llegaban a Amama con carpetas en la mano. Carpetas marrones, de papeles arrugados, de informes incompletos, buscando una confirmación que quizá les desgarraría más: saber que aquella madre o hermana «podía haberse salvado».
¿Cómo se acompaña a alguien en ese abismo? ¿Cómo se sostiene una mano que pide, casi suplica, que le digas la verdad aunque duela?
Ellas lo habían hecho una y otra vez.
Ángela lo contaba entremezclando humor, rabia y una ternura feroz.
Se burlaba de sí misma, de su madre en el Mercadona, de las cajeras que se acercaban al ver a otra afectada llorar, de cómo en un supermercado anodino se había montado un consultorio improvisado donde una mujer le pedía que le tocara el pecho para comprobar un bulto enorme.
Lo contaba riendo para no llorar.
Pero debajo de la risa había una verdad devastadora: la gente está desamparada.
Y cuando una sociedad está desamparada, busca a quien la escuche.
A quien no la trate como un número. A quien no le cierre la puerta de una consulta en ocho minutos.
Por eso acuden a Amama.
No porque quieran.
Sino porque no hay nadie más.

El miedo que nos une: la política de las vidas vulnerables
Quedó claro entonces algo que repetían una y otra vez: en la sanidad pública andaluza ya no hay canal preferente para el cáncer. Y eso, en sus palabras, «es una sentencia de muerte». Las que aún están en tratamiento viven en un equilibrio frágil, saben que cualquier retraso puede significar una recaída, y que una recaída puede significar muerte.
Y sin embargo, no hay prisa en el sistema, no hay alerta, no hay urgencia.
«¿Sabéis lo que es que a una mujer en recaída le den ocho minutos con el oncólogo?», preguntó María José.
Ocho minutos para llorar, para hablar de un tumor que ha vuelto, para asumir que la vida vuelve a estrecharse.
Para entender un tratamiento de quimio, otro de radio, efectos, cuidados, pautas…
Ocho minutos que se evaporan antes de que el miedo alcance palabras.
La sala agitó la cabeza. Algunas personas apretaron los puños, otras tragaron saliva, porque en ese momento todos entendieron que la privatización no era una idea abstracta, ni una lucha ideológica de izquierdas contra derechas, sino una violencia real que se medía en vidas truncadas.

La pregunta que duele: ¿por qué Andalucía calla?
Hubo un momento en el que Ángela cambió el tono.
Se detuvo, respiró, y lanzó una cuestión que atravesó a todo el público como un dardo:
«¿Por qué los andaluces nos callamos? ¿Por qué aceptamos que nos traten mal?»
Lo decía sin superioridad moral. Lo decía desde la desesperación, desde la urgencia, desde la necesidad de despertar a un pueblo cuya historia ha estado —demasiado tiempo— marcada por la resignación.
Comparó las movilizaciones masivas de Madrid, de Barcelona, de Vitoria. Recordó que allí, bajo la lluvia, bajo el frío, la gente se volcaba a las calles. Recordó que la presión social había logrado frenar recortes y blindar derechos. En cambio, en Andalucía, cuando se convoca una manifestación por la sanidad pública, muchas personas dicen:
«Es domingo… tengo que limpiar». «Tengo que hacer la comida». «Mejor la próxima vez».
Ángela no juzgaba, se lamentaba. Porque ella y sus compañeras salían a las manifestaciones arrastrando cansancio, mareos, náuseas, neuropatías, secuelas de quimio, prótesis que rozan la piel.
«Si a vosotros, sanotes, ya os cuesta ir, imaginad lo que nos cuesta a nosotras», decía entre risas que ocultaban una verdad dolorosa.
Era un toque de diana. Un «¡despertad!» Un «¡no dejéis que nos maten en silencio!»

El corazón político de la tragedia
Porque esta no es una tragedia aislada.
No es un fallo puntual.
No es una descoordinación.
Es un modelo.
Un modelo que considera rentable derivar pruebas al sector privado.
Un modelo que permite que los mejores aparatos de diagnóstico estén infrautilizados en la pública por falta de personal.
Un modelo que normaliza que informes médicos desaparezcan de plataformas oficiales.
Un modelo que se escuda en «fallos administrativos» para ocultar lo que en realidad son decisiones calculadas.
Las mujeres de Amama lo dijeron claro:
- Se externalizaron los cribados de cáncer de mama a una empresa privada.
- Se dio una orden de no avisar de los resultados dudosos.
- Se dejó sin personal suficiente a unidades clave.
- Se encadenaron años de retrasos mortales en revisiones.
- Se criminalizó a quienes denunciaban.
No es negligencia accidental.
Es negligencia estructural.
Negligencia como política pública.
Y la consecuencia tiene nombres y apellidos.
Tiene entierros, tiene duelos.

La fuerza que nace de la herida
Pero allí, en ese salón de Mairena, ocurrió algo más poderoso.
Ocurrió que el dolor se transformó en conciencia.
La conciencia en organización.
La organización en fuerza política.
Esa fuerza no viene de partidos ni de líderes.
Viene del cuerpo.
Del cuerpo herido, del cuerpo operado, del cuerpo que ha resistido a quimioterapias, a diagnósticos tardíos, a noches sin dormir, a la idea repetida del «puede volver».
Esa fuerza hace que mujeres cansadas, con secuelas, con miedos, sigan levantándose.
Que sigan atendiendo teléfonos hasta las diez de la noche.
Que sigan dando charlas. Que sigan exigiendo responsabilidades en nombre de las que ya no están.
«Somos inmortales», dijo Ángela. Quizá no lo sean en términos biológicos. Pero lo son en algo más profundo: en su capacidad para convertir el sufrimiento en lucha.

Las propuestas que nacen del dolor: cuando la política se escribe con cicatrices
Después de dos horas escuchándolas —horas que parecieron minutos— hubo un momento en que el público quiso saber algo esencial:
¿Qué exige Amama?
¿Qué propone para frenar esta sangría?
Porque una denuncia solo tiene pleno sentido cuando va acompañada de un horizonte.
Y ellas lo tienen. Lo han pensado, redactado, presentado, explicado y reclamado.
Pero la Junta ni siquiera les ha dado un asiento digno en el Parlamento.
Les han vetado. Les han silenciado, las han tratado como amenaza, no como interlocutoras.
Aun así, ellas insisten. Persisten.
No se rinden.
Ángela relató, con la serenidad de quien ya no se sorprende de nada, que en la famosa «mesa del cribado» la hicieron firmar —solo a ella— un acuerdo de confidencialidad.
Treinta personas presentes. Treinta firmas. Y solo a Amama le pusieron un documento para callarlas.
Cuando se dio cuenta, dijo: «¿Y yo qué pinto aquí, si no puedo hablar ni en el Parlamento ni aquí?». Se levantó y se fue.
Con dignidad, con rabia, con la autoridad que solo da haber visto morir a mujeres que podrían estar vivas.
Ese día, Amama decidió que si no podía hablar en la Junta, lo haría a través del pueblo.
Y publicaron sus exigencias, claras, concretas, imposibles de ignorar, salvo por un gobierno que prefiere la propaganda al compromiso.
Lo que Amama exige —y lo que salvaría vidas
- Acto único en el cribado de cáncer de mama, como existe en País Vasco y otros países:
- mamografía
- ecografía inmediata si hay sospecha
- biopsia si la ecografía lo confirma
- y los resultados en una semana
- Restitución del canal preferente de cáncer, eliminado en Andalucía.
Sin ese canal, las revisiones oncológicas pasan de semanas a meses.
Y un mes puede ser la diferencia entre un tumor localizado y una metástasis. - Recuperación de personal en hospitales públicos, especialmente radiólogos, oncólogos y técnicos de diagnóstico.
- Control de la externalización:
no más pruebas derivadas a empresas privadas con peor equipamiento que los hospitales públicos. - Ayudas económicas para mujeres en tratamiento, porque el cáncer empobrece.
No solo por las bajas laborales:
por las cremas, los fármacos complementarios, las pelucas, los sujetadores especiales, los suplementos…
La Seguridad Social solo cubre una pequeña parte.
El resto lo pagan ellas.
Y quien no puede pagar…
soporta el dolor, la piel quemada, la caída del ánimo. - Transparencia y trazabilidad de datos:
que no desaparezcan informes de plataformas electrónicas como Diraya.
Que nadie vuelva a mirar un historial donde faltan pruebas, citas, mamografías. - Reconocimiento institucional y cese de la criminalización:
que no se les vuelva a llamar mentirosas.
Que no se insinúe que lo que denuncian obedece a intereses partidistas.
Que se les escuche como lo que son:
expertas en supervivencia.
Estas propuestas no son ideológicas, no forman parte de un programa electoral.
Son medidas de urgencia, medidas de vida o muerte. Medidas que otros territorios ya aplican mientras en Andalucía se cronifican los retrasos.

El sistema sanitario como campo de batalla feminista
La intervención de la concejala Laura Pérez resonaba todavía en la memoria colectiva del auditorio:
«¿Qué tiene que ver la desigualdad de género con el desmantelamiento de la sanidad pública?»
Todo. Lo tiene que ver todo.
Porque cuando un sistema de cribado falla, quienes mueren son mujeres.
Cuando los partos se hacen sin epidural porque no hay anestesistas, quienes sufren son mujeres.
Cuando faltan matronas en zonas rurales, quienes quedan desatendidas son mujeres.
Cuando desaparecen informes médicos, quienes pierden pruebas para denunciar son mujeres.
Y no es casualidad sino estructura. Es patriarcado institucional. Es necropolítica de género, como lo llamó la concejala.
Un sistema que, al fallar, descansa siempre sobre los cuerpos femeninos. Porque si la sanidad se quiebra, las cuidadoras —ellas— cargan con el resto. Y cuando el diagnóstico llega tarde, las que mueren también son ellas.
El cáncer de mama no es solo una enfermedad. Es también un territorio político. Un territorio donde se cruzan desigualdades sociales, económicas y de género. Y Amama lleva treinta y un años denunciándolo, con gobiernos de todos los colores. Pero nunca habían visto una situación tan grave como la actual.
La cadena de responsabilidad: quién firmó, quién calló y quién dejó morir
Las protagonistas evitaron la palabra «culpa», no por suavidad, sino por precisión. Prefirieron hablar de la responsabilidad política de quienes ordenaron externalizar. De quienes dieron la instrucción de no avisar de mamografías dudosas, de quienes ignoraron las advertencias desde 2021 y luego tildaron de exageradas a las afectadas. De quienes, cuando el escándalo estalló, reaccionaron atacando a las denunciantes en vez de investigarlo.
La palabra «negligencia» se quedó corta. Demasiado técnica, demasiado fría: esto era otra cosa. Quizá crueldad administrativa, o violencia institucional. O abandono deliberado.
Pero, sobre todo, era política, real, de la que mata.

Cuando la ciudadanía despierta
Uno de los momentos más potentes del encuentro fue cuando el moderador reconoció la importancia de lo que estaba ocurriendo allí:
«La única pega es que esto no esté grabado», dijo. Porque había una conciencia clara: lo que se estaba diciendo allí tenía que llegar fuera.
Tenía que ser compartido. Tenía que romper el cerco de desinformación oficial.
Y las mujeres lo entendieron. Lo habían entendido desde el primer insulto, desde la primera amenaza, desde el primer intento de silenciarlas. La ciudadanía presente aquella tarde salió distinta. Más consciente, más indignada, más alerta.
Porque lo que escucharon no era un discurso partidista, no era teoría médica ni abstracción. Era algo mucho más cercano, más tangible, más de casa: vidas y muertes, duelos agendados y rabia en las horas solitarias. Era, entre tanta palabra y foco, la verdad. Una verdadd demoledora, rompiente, dolorosa.

Epílogo — «Queremos morirnos de viejas, no de cáncer»
La frase no la pronunció una política, ni una periodista, ni una académica, sino una mujer enferma, una mujer que podría estar descansando. Una mujer que podría dedicarse a sobrevivir, y nada más.
«Queremos morirnos de viejas, no de cáncer».
No es un eslogan, si siquiera una promesa. Sin embargo, junto con el cartel improvisado, enmarcado en un corazón dibujado a mano que colgaba sobre sus cabezas que rezaba «nuestras vidas no pueden esperar», era el grito más ensordecedor de una tarde de palabras dichas a media voz, entre risas y llantos, complicidad y enfado compartido. Esas dos frases, dos acuñaciones de la misma realidad, deben convertirse en un pacto social, en una línea roja.
En el recordatorio de que una sociedad se mide por cómo cuida a quienes más lo necesitan, y que, ahora, en Andalucía, quienes más lo necesitan están siendo abandonadas.
Ellas no se rinden. Ellas seguirán llamando a las puertas que haga falta. Seguirán acudiendo a los pueblos, a los barrios, a las radios, a los plenos municipales, a los parlamentos que las quieran escuchar y a los que no las quieran, también, porque no buscan un privilegio sino justicia, dignidad y vida.
Y porque su lucha —que empezó en la piel, en el pecho mutilado, en la cicatriz— ahora está también en las calles, en las aulas, en las instituciones, en la conciencia de un pueblo que empieza, poco a poco, a despertarse.
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