Todavía hay quien sufre «shock» ante la afirmación del título, tomado del libro homónimo de Ignacio Olagüe, y comprado por cierta entidad para que nunca llegara a las librerías, por lo que cabría decir «secuestrado a precio de tapa». Matar al mensajero: lo mejor para que no acabe la guerra. Actitud en la que ciertos políticos luchan por destacar, como tenemos buena muestra en el Estado español.
Sin que haya que comulgar expresamente con la procedencia que el escritor vasco pretende para quienes trajeron un nuevo estilo a partir del año 711, sí está clara una cosa: para terminar con el ejército godo, compuesto por más de cien mil guerreros, habría hecho falta bastante más de trescientos norteafricanos a caballo, número máximo que entró en la península durante el citado año y los inmediatos sucesivos.
A esto debe sumarse que el total de extranjeros entre moros, árabes, sirios, sarracenos y eslavos (de estos nadie se acuerda, vaya «casualidad»), y otro hecho el buen número de batallas imposibles, creación de la imaginación no creadora, pero necesitada de justificación como Covadonga o Clavijo que jamás pudieron tener lugar, queda al descubierto con meridiana claridad que, como mucho, azuzan la necesidad de justificar la caída de un régimen: el visigodo, no para explicar; pero sí para buscar un forzado parentesco con los estados nacientes de la cornisa cántabro-pirenaica: leonés-castellano-navarro-aragonés-catalán y su posterior expansión hacia el sur de la península.
Como la mayor de las mentiras, una verdad a medias sirve para ocultar la verdad. El ejército visigodo, impuesto a gran parte de la población peninsular desde finales del siglo V, por la fuerza de su organización guerrera, empieza la conquista de Andalucía a partir de Leovigildo y se afianza a final del siglo VII, pocos años antes del desastre de la Janda.
Son varios los entes que se alían para acabar con el poderío de los dominadores, y sólo el de menor entidad es de raza goda: los hijos de Witiza, asesinado para poner a Rodrigo en el trono. El resto son hispano-romanos, andaluces. La actitud del conde Julián y del metropolitano de Sevilla, Oppas, hizo que el ejército visigodo se autodestruyera, con la trampa que hábilmente tendieron al «Emperador» toledano, el rey Rodrigo. El poder, el régimen desapareció.
Los godos exigían un impuesto excesivo: las dos terceras partes de todo lo que produjera la tierra, directa o indirectamente, es decir, la agricultura, la ganadería y la incipiente industria, todavía calificada de artesanía. Los andaluces de entonces, los legítimos habitantes de la Bética, se sacudieron un poder opresor que les quitaba las dos terceras partes de su hacienda y de su trabajo. Pero, al acabar con la imposición exterior, luchaban también por su dignidad, por su cultura, menoscabada y devastada por los ocupantes; lucharon contra la incultura, contra la opresión, contra la corrupción institucionalizada, contra el nepotismo.
Todo un ejemplo para hoy y para el futuro.
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