Llevo un tiempo sintiendo una desconfianza difícil de nombrar. No es rabia ni alarma, tampoco sorpresa. Es más bien una incomodidad persistente, de esas que aparecen cada vez que lees una noticia sobre la justicia en España y piensas: otra vez. No sabría decir cuándo empezó, pero sí sé que la condena al Fiscal General del Estado ha sido la gota que colma un vaso que ya venía demasiado lleno.
No ha sido un escándalo de los que te remueven por dentro. Ha sido una confirmación. Un «ya lo sabía», dicho en silencio. El caso, más allá de los detalles jurídicos, deja un mensaje peligroso: si incluso alguien que forma parte del sistema puede ser castigado por hacer su trabajo con demasiada firmeza, ¿qué nos queda a quienes estamos fuera? ¿Qué protección real existe para quienes no llevamos toga, ni conocemos a nadie, ni formamos parte de ningún engranaje?
La noticia se dio ayer, día 20 de noviembre, cincuenta años después de la muerte de Franco. Y hoy, 21N, se cumplen cincuenta años de monarquía. Medio siglo de una democracia que se presenta como moderna y consolidada, y, sin embargo, sigue arrastrando gestos, formas y silencios que recuerdan demasiado al pasado. No porque vivamos en lo mismo, sino porque hay inercias que resisten más que muchos gobiernos.
No hablo desde un cargo. No hablo como concejala, ni como propietaria de este medio. Hablo como ciudadana. Como alguien que ha querido confiar, que ha intentado creer que las instituciones funcionan, incluso cuando todo a su alrededor dice lo contrario. Pero cada vez que una noticia como esta aparece, se hace más difícil mantener esa confianza sin sentir que una está haciendo un acto de fe.
Lo que más duele no es el caso en sí, sino lo que refleja. Ese fondo que ya conocemos: un sistema que se cierra sobre sí mismo, que se protege, que castiga más la incomodidad interna que las injusticias externas. Un sistema que vive hacia dentro, con sus propias lógicas, ritmos y lealtades, como si todo lo demás —la calle, la ciudadanía, la justicia real— quedara fuera de plano.
No hay democracia sin justicia, y no hay justicia sin confianza. Esa es la base. No hace falta que todas seamos juristas para entender lo esencial: que la justicia tiene que parecer justa, además de serlo. Y cuando no lo parece, cuando el mensaje que se transmite es que lo que molesta se aparta y lo que se calla se premia, se rompe algo. Algo que cuesta mucho reparar.
No creo en los discursos del «todo está podrido». Pero tampoco creo en el silencio cómodo de quien finge que todo va bien porque es más fácil no mirar. Lo cierto es que hay un malestar que se va acumulando. Un cansancio profundo con instituciones que deberían protegernos, pero que demasiadas veces se blindan para protegerse entre sí. No hace falta un gran escándalo para que la ciudadanía empiece a desconfiar; bastan los gestos, los matices, los silencios.
Y lo peor es que eso cala. Porque cuando el poder judicial se presenta como un terreno cerrado, donde las decisiones no parecen responder al interés general, sino a equilibrios internos o conveniencias políticas, lo que se erosiona no es solo su legitimidad: es la sensación de que hay justicia para todos. Que no estamos solas. Que el sistema funciona también para quienes no tienen poder.
Una democracia se mide por cómo trata a quien no tiene nada que ofrecer a cambio. A quien no tiene contactos, ni padrinos, ni red. Y lo que este caso pone sobre la mesa, aunque no lo digan abiertamente, es que quien se sale del guion, estorba. Que si molestas, te mueven. Y si eso le pasa a un cargo como el de Fiscal General, ¿qué podemos esperar nosotras?
Yo no estoy pidiendo milagros. Solo quiero instituciones que se respeten a sí mismas lo suficiente como para corregirse desde dentro. Que no necesiten presión externa, ruido mediático o escándalo público para hacer lo que es justo. Y sí, sé que eso lleva tiempo, reformas, valentía. Pero también sé que no se consigue sin decir las cosas claras.
Por eso escribo esto. No para encender nada, ni para alimentar la desconfianza, sino precisamente para que no se normalice. Para que no tengamos que acostumbrarnos a pensar que el sistema es así y punto. Porque no debería serlo. Porque todavía estamos a tiempo de hacerlo mejor. Pero para eso, lo primero es no quedarnos calladas cuando el vaso ya se ha desbordado.
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