Cuando era no más que un mocoso bajado de la montaña, creía en los cuentos de hadas, la virtud de la caballería y los mitos infantiles. Existe cierta convención social en que los niños permanezcan en la ignorancia de la realidad sobre estos mecanismos, una forma de protegerlos de la dura existencia y cuya ruptura supone uno más de los pasos iniciáticos hacia la edad adulta. Personalmente, dejé pronto de creer en parábolas y místicos canjes de dientes de leche, sustituyendo dichas historias por ilusiones propias autoimpuestas, que aunque sabiendo que son falacias, se disfrazan de otras cosas para continuar feliz y satisfecho con dicho hábito. Les pongo un ejemplo: el chocolate es bueno para la salud.
Más o menos lo mismo le ocurre a la mayoría de la gente, traspone sus mitos infantiles por otras convenciones sociales fundamentadas en el mismo deseo de creer. Una de esas creencias bien podría ser la lotería, y en su versión más —mercadotécnicamente— ilusionante y social, los ciegos. La ONCE es una vetusta fundación que ha sabido hacer de la solidaridad, la labor social y la ilusión sus señas de identidad. No obstante, de un tiempo a esta parte, como en todas las cosas buenas que tiene este país, se ha metido hasta el corvejón un concepto que, habiendo estado siempre, no debiera verse: la rentabilidad.
Es evidente que para lograr el funcionamiento que conlleva una organización de ese tipo, la rentabilidad es un elemento clave. De no serlo, la estructura entera haría aguas y la utilidad sería nula. Empero, dejen recalcar la idea del párrafo anterior: como en los cuentos de hadas, el mecanismo, la moraleja, no debería verse. La razón es sencilla: pese a que se trata de una operación puramente comercial en la que un producto cambia de manos a cambio de unas monedas, la razón última de tal transacción es una doble ilusión. Ilusión, egoísta pero no por ello menos ilusión, por la esperada mejora de una casi siempre precaria economía; e ilusión, solidaria esta, de mejorar con la pequeña contribución de la operación a que la situación del que nos vende, sabedores siempre que es sufridor de una discapacidad, congénita o sobrevenida, sea algo menos dificultosa en su vida.
Tal que así, la ONCE trabaja con la ilusión, y son bien sabedores de ello, tanto como para crear ILUNION, un grupo de empresas de carácter social cuya máxima, sin embargo, descrita nada más entrar en su página web es «[…] desarrollando y profesionalizando líneas de negocio rentables y sostenibles que aporten un servicio especializado, integral y de alto valor percibido por nuestros clientes». A ustedes no lo sé, pero a mí me falta la ilusión en esa descripción.
Estas líneas de negocio, además de los guardas de seguridad o las asistentes sociosanitarias para mayores, incluyen servicios de consultoría de imagen y márquetin. Claro, teniendo a profesionales del vender en casa, apliquémoslo a nuestro producto más antiguo, más confiable, el más visto y representativo, los cupones. Es algo que llevan haciendo años sumando nuevas líneas de juego, apuestas más o menos divertidas, arriesgadas o ilusionantes, como El Sueldazo, el Cupón del Día del Padre o de la Madre o las ediciones especiales por motivos y eventos locales. En todas ellas, la empresa estaba detrás del cupón, ese cheque prometido de ilusión y esperanza.
Sin embargo, esa cortina, esa convención social que cuando niños nos protegía de la realidad de los regalos bajo el árbol sembrando de ilusión y que cuando somos adultos nos permite comprar esa tableta de chocolate sin un remordimiento culpable, la acaba de romper la propia ONCE enviando a ejércitos de encamisados publicitas y gestores de producto para asesorar a esos sufridos vendedores, a quienes la empresa carga año tras año con colgantes y más colgantes como si de quioscos ambulantes se tratare, sobre la mejor forma de que «se vean todos los productos, porque las líneas tienen que estar equilibradas».
Han sido las palabras con las que un joven, engominado y encamisado, mascarilla corporativa por tocado y estudios superiores, se ha dirigido casi condescendientemente, por esa mal sentida superioridad moral de la diferencia social percibida, a un vendedor callejero, de los que soportan discapacidad, sol y jornadas interminables de paseos y esperas en esquinas, terrazas y puertas de supermercado. Precisamente en la puerta de uno de estos últimos, y con bastantes testigos, el joven desgranaba su plan de mejora de las ventas, auditando el hacer del veterano frente a posibles clientes que, primero con curiosidad y luego con el ceño fruncido, caminaban a su alrededor.
Enfrente, yo, que aguardando bajo la sombra del aparcamiento, sonreía bajo la mascarilla por el telón levantado, el operador sorprendido por las candilejas reflejadas en su rostro, manejando tras la bambalina un artificio que debía parecer real. La ruptura de la convención social de la solidaridad, escenificada en los puntos de venta de los inveterados mercaderes de la ilusión, no es más que la nota del diapasón de nuestros tiempos, unos tiempos marcados por la cotización en los índices de rentabilidad.